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El bosque de Ibarrola

Aunque no sea de su propiedad, el bosque de Oma siempre será el bosque de Agustín Ibarrola. Cuando Ibarrola se puso a pintar estos pinos del municipio vizcaíno de Kortezubi, iniciaba un trabajo artístico que levantaría admiración en todos los que iban a visitar el lugar, pero también plantaba en el bosque su huella física y espiritual, la señal inequívoca de que algo suyo estaba siendo depositado allí. Al pintar el bosque de Oma, Ibarrola se estaba depositando a sí mismo en él, se estaba fusionando con los árboles que vestía con sus pinceles, estaba dejando en ellos perpetuamente su impronta, esa parte de uno mismo que convierte a lo impersonal en algo personal, en algo inconfundiblemente propio. He visitado el bosque pintado de Oma, el bosque encantado de Oma, el bosque de Ibarrola, en varias ocasiones. La primera vez que estuve en él, hace ya años, la intensidad de los colores que el artista había puesto sobre los pinos me impresionó. Daba la sensación de que aquellos colores tan vivos no eran obra de una mano humana, sino de algún ser superior. En mis últimas visitas, las más recientes, comprobé con pena que la sensación no era la misma: los colores, por el paso del tiempo y el desgaste provocado por las condiciones ambientales, habían perdido mucha de su intensidad, y el bosque encantado era menos encantado. Las figuras humanas parecían ir desapareciendo, difuminadas por la misma muerte que ataca al ser humano, los ojos multicolores parecían cegados, y las líneas que fueron palpitantes en el pasado parecían ya trazos inertes. Felizmente, cinco estudiantes de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad del País Vasco han dedicado varios meses, con la dirección de Ibarrola, a repintar los dibujos originales de éste. La restauración, necesaria, la revitalización, ha devuelto al bosque el esplendor que Ibarrola le dio cuando puso sus pinceles y su genio al servicio de un lugar que, a pesar de las precarias condiciones de la pista forestal que conduce a él, se ha convertido en uno de los principales atractivos del País Vasco, en uno de los enclaves vascos más visitado por extranjeros y no extranjeros. Ciertamente, la belleza que Ibarrola supo dar a este pequeño lugar escondido en el valle de Oma es peculiar y espectacular. Sin embargo, constituye no sólo una aventura estética atrevida, digna de ser admirada, sino también una fusión del arte con la naturaleza. Buscaba expresar la necesidad del hombre de relacionarse con la naturaleza. Según el propio artista, lo que pintó es el resultado de una investigación que trataba de relacionar la experiencia creadora de la humanidad con la naturaleza y con los conceptos de las vanguardias artísticas de nuestro siglo. Ibarrola consigue impresionar al espectador de Oma. Pero consigue algo más: hace posible que cada visitante se sienta parte integrante, como una pieza más, pero única, de la naturaleza. Lo logra gracias a la disposición de las figuras que creó, formadas por fragmentos distribuidos en conjuntos de árboles, cada uno en un tronco diferente, lo cual permite al observador, según desde donde mire o a medida que se desplaza, ir componiendo o descomponiendo cada figura, como si fuera él mismo, y no el artista que las pintó, el que da forma o deforma cada figura mediante la unión o desunión de los trozos del dibujo. Quien acude al bosque de Ibarrola, se funde, como la obra artística que está observando, como hizo el propio artista al crearla, con la naturaleza. Ésa es la verdadera clave del éxito de este bosque.

Roberto Ruiz de Huydobro es escritor.

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