La sinrazón del vigilante
De la calidad teórica de los argumentos de ETA, ésos por los que han segado tantas vidas, ya teníamos noticia. Bastaba con escuchar las soflamas que aún vociferan sus huestes civiles para saber que no era fácil exponerlas sin rubor ante un simple corro de ciudadanos racionales. Mataban y asustaban porque no podían hablar ni convencer. Lo vienen a reconocer en su último comunicado: el "arma más eficaz" de sus adversarios, la "vanguardia del ataque" contra ellos, no ha sido la policía ni sus medidas represivas, sino los medios de comunicación o los zakurrak o perros que en ellos escriben. Por venir de quien viene, no es pequeña confesión del papel decisivo que en este conflicto político-militar cumple el debate de ideas, que tantos aún desdeñan. Cuando al fin ETA se decide a servirse regularmente de la palabra pública, hay que tomársela: porque entonces la razón les pone en su sitio.Ya desde su primer párrafo la banda terrorista apunta sin quererlo a la raíz del problema: ¿quién es en nuestro caso el sujeto político, el "Pueblo vasco" o la "sociedad vasca" (y con ella, en fin, sus individuos) a los que alternativamente se dirige? He ahí la cuestión, que a muchos les ha parecido siempre un tiquismiquis propio de intelectuales resentidos o desocupados. Pues el Pueblo vasco y la sociedad vasca designan cosas bien distintas y se relacionan entre sí como una entidad ideal y sagrada, de índole cultural, absoluta, prepolítica... y otra real y profana, sociológicamente observable, relativa y democrática. El primero es una reunión de creyentes que requiere de intérpretes de su fe; la segunda, una suma de ciudadanos que hablan por sí mismos. El uno reduce por abstracción a sus miembros a una sola identidad a la que pertenecen de por vida, mientras que el otro los abarca en su cambiante diversidad de identidades elegidas. Sobra decir que ETA, como todo nacionalismo que se precie, opta por el Pueblo. Pues lo que de veras importa es "nuestra supervivencia como pueblo".
Ese Pueblo es el que forma Euskal Herria. Naturalmente, se trata de un fetiche, o sea, un ente ficticio al que se dota de propiedades personales y sociales: existen unos "derechos de Euskal Herria" y un "derecho a la palabra de Euskal Herria" y estamos ante una " nueva oportunidad que entre todos ofrecemos a Euskal Herria". Igual que Dios es el producto de la alienación religiosa, Euskal Herria es un resultado de la enajenación nacionalista. Y si ETA proclama alborozada el advenimiento de una "nueva era" es porque ha creído detectar dos signos inequívocos de que hoy ese pueblo resurge: el Acuerdo de Lizarra-Garazi, donde por fin los nacionalistas tibios se sumaron sin remilgos a la proclama de soberanía, y los últimos resultados electorales, donde al parecer ha triunfado "la postura claramente favorable a Lizarra-Garazi". Lo que no obsta, por cierto, para admitir después que "el número de votos españolistas se ha mantenido o ha aumentado ligeramente". Y para pasar por alto que, en cada una esas dos localidades emblemáticas, los votos abertzales alcanzan cifras insignificantes para su respectiva población.
(Claro que, de tanto jugar con entes ficticios, se acaba evocando fantasmas. Para ningún navarro que yo sepa existe una ciudad que se llame Lizarra, sino Estella, igual que los franceses sólo conocen a Garazi como St. Jean de Pied de Port, y los de este lado, como San Juan de Pie de Port. No es asunto de poca monta, porque el nacionalismo -como Adán en el Paraíso- gusta de recrear la realidad imponiéndole nuevo nombre para así dominarla. Y como ETA, según aquí reconoce, es aficionada a la política-ficción, tacha a las elecciones vascas de engañosas a causa de la "discriminación" en el idioma que han sufrido los ciudadanos vascos y la invasión de "medios de comunicación extranjeros" -o sea, españoles- durante su campaña. Finge ignorar que, si el euskera es el idioma del Pueblo, el español resulta la lengua materna y habitual de la inmensa mayoría de la sociedad, y mal habría podido ésta entender cualesquiera mensajes -incluidos los de ETA- en otra lengua que no fuera la propia).
Pero cuando se opta por el Pueblo y sus conmilitones, se opta contra la sociedad y sus conciudadanos. Quieran que no, la rica sociedad de dispares debe acomodarse a ese monocorde pueblo de iguales y el todo ha de someterse a la voluntad de una parte, de suerte que aquel fetiche sea adorado a mayor gloria suya y no menor sacrificio de sus descreídos. Lo escribe ETA: "somos nosotros quienes debemos definir y construir Euskal Herria". A renglón seguido parece contradecirse cuando concede que "en la construcción de Euskal Herria es necesario el trabajo de todos los ciudadanos". Pero no hay tal incoherencia, dado que no concibe a esos ciudadanos como sujetos libres, sino como súbditos del pueblo y rehenes de sus portavoces autorizados. En resumidas cuentas, este todos no debe querer en política sino lo que quiere aquel nosotros: "siendo el objetivo de todos el respeto hacia Euskal Herria", no hay otra meta que la independencia.
Y es que ese Pueblo, a diferencia de la sociedad en que se asienta, es eterno e inmutable como una Idea platónica: existió en un pasado, existe en el presente y existirá en el porvenir. Sólo así se entiende que aquel futuro soñado sea para ETA el juez y la medida del presente, pues es el caso que "tampoco la comunidad autónoma... responde al desarrollo futuro". Ella sabe cuál es ese desarrollo necesario, al que a los ciudadanos nos toca plegarnos sin rechistar: sus más de ochocientas víctimas mortales cometieron el error o descuido de interponerse en mitad de esa inexorable marcha triunfal. Ella "está convencida" de que la tesis independentista lograría el apoyo mayoritario incluso en un referéndum celebrado en todo Euskal Herria: "El futuro nos confirmará esta creencia". Pero una creencia tan acendrada ni admite demoras en su confirmación ni ha de aguardar a la llegada del porvenir, sino que ha de tenerlo ya por venido.
De suerte que ETA divisa ese futuro como si fuera ya presente, y desde este presente imaginario reivindica para la Euskal Herria actual unos derechos que sólo tendrían sentido y fundamento en el futuro deseado. ¿A qué esperan ya las autoridades francesas y españolas para "reconocer la autodeterminación y la territorialidad a Euskal Herria"? He aquí, pues, un maravilloso ejemplo de "profecía autocumplida", pero no menos de notable flaqueza en su fe. A poco que ETA confiara en que la sociedad vasca participa del deseo de su Pueblo tendría al instante que desaparecer. Si hoy se arroga el papel de guardián de este evangelio, como hasta ahora se adjudicó el de matón de pueblo, será para continuar forzando a la sociedad a doblegarse ante su Pueblo, para asegurar ese futuro que se daba por seguro.
Conque figúrense qué idea tiene ETA de la democracia que nos prepara. Ninguna otra sino que sea vasca, puesto que "no tendremos democracia en nuestra tierra mientras no venga acompañada de la palabra vasca". No es simple cuestión de palabras, como Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior tampoco lo era disfrazar la dictadura franquista bajo el rótulo de democracia orgánica: en ambos casos, el adjetivo tiene como único propósito corromper (y hasta reemplazar) al sustantivo. Y tanto lo corrompe, como que "la democracia en Euskal Herria presenta características especiales... (y) debe respetar las peculiaridades de Euskal Herria, su historia, su cultura y la voluntad de los vascos". Uno pensaba que la vigencia política actual de aquellas peculiaridades históricas y culturales -e ideológicas y sociales y...- se revelaría justamente a través de la voluntad de los vascos, que es lo único respetable. Pero aquí ocurre al revés: si lo primero es la historia y la cultura (el Pueblo) y los vascos (la sociedad) deben atenerse a ellas, y además sólo a ellas, entonces esa peculiar democracia será sin duda vasca pero dudosamente democrática.
¿Y qué más da, si los designios de ETA están por encima de esas voluntades y de su expresión en votos? "El ciudadano y las fuerzas políticas vascas no tienen por qué mirar qué hace el enemigo", un enemigo, claro está, que será otro ciudadano y otras fuerzas políticas vascas. Su principal interés no es que el conjunto de sus adictos "tenga unos buenos resultados electorales o una potente representación política, sino ir consolidando el proyecto político que llevará a Euskal Herria a la libertad". Cómo se pueda consolidar semejante proyecto al margen del respaldo popular que lo avale, cómo ese objetivo ha de alcanzarse "no en torno a fuerzas políticas", cómo algo que afecta a todos deba ser perseguido en representación de los menos... es un secreto político nada difícil de desvelar. La libertad del Pueblo exige encadenar a la sociedad.
Es natural que quienes comparten aquella premisa mayor, aunque no sus trágicas conclusiones, se arrimen a sus correligionarios al menor atisbo de cambio. Lo escandaloso es que se pueda creer que el abandono temporal o definitivo de sus medios criminales convierte sin más en intachables los principios que les guían y los fines que buscan. Cuando se dejan las armas, no siempre se dejan los bagajes. Pero más escandaloso todavía es que aún sean muchos, sedicentes izquierdistas, los que vean en esos presupuestos primitivos y totalitarios algo que merezca llamarse de izquierda, y hasta de izquierda radical. ETA nació contra una dictadura, pero no en defensa de los derechos democráticos. Y, si todavía sobrevive (¡y con qué poder!), es en pugna abierta con las instituciones democráticas y sólo porque en Euskadi abundan los que descreen del ideal democrático. Al comienzo, ETA era el hijo pródigo que algún día acabaría regresando; hoy es el Gran Hermano que nos mantiene aún bajo su vigilancia armada.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.