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Tribuna
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Crisis en el PSOE

Una crisis de poder, circunscrita al ámbito de los dirigentes, sin razones ideológicas ni programáticas, que se ha manifestado como lucha descarnada entre dos sujetos y que recuerda a las típicas crisis madrileñas por las que ha atravesado en otras ocasiones este partido: eso es lo que un PSOE con las tripas al aire ha ofrecido a una ciudadanía, entre atónita y divertida, durante las últimas semanas.Su origen no son las primarias y ni siquiera la derrota en ellas del secretario general sino la obstinación del poder central del partido en no sacar las consecuencias políticas de aquella derrota. Para la comisión ejecutiva salida del 34º Congreso, el revés sufrido por su candidato sólo podía sustanciarse con una dimisión en bloque y la convocatoria de un congreso extraordinario, o como un mandato de las urnas para ponerse a disposición del elegido hasta que se convocara a su debido tiempo el congreso ordinario. Pero una cosa estaba clara: el resultado de las primarias implicaba el fin, inmediato o a plazo fijo, de esa ejecutiva y de su secretario general.

La ejecutiva no dimitió ni dio por perdida la guerra: siguió actuando como si lo que importara fuera conservar a toda costa las posiciones de poder que le otorgaban unos estatutos en los que no se contemplaba la nueva situación. A esta previsible reacción de una estructura consolidada de poder ante la aparición de un fuera de juego engorroso, el vencedor de las primarias respondió con una decisión finalmente perjudicial para su propia posición: no asentar el poder que le vino de las urnas allí donde el poder orgánico reside. No se trataba todavía de una cuestión de autoridad, que no se compra ni se vende, sino de poder, que, ése sí, se negocia, se pelea, se pierde, se gana. Y, una vez que se gana, se asienta donde radica, en un lugar físico, incluso en un sillón. De toda la vida, el primer gesto de quien conquista el poder es sentarse en el mismo lugar que antes ocupaba el perdedor.

El triunfador esta vez no lo hizo ni podía hacerlo. No se equivocó al no forzar la convocatoria de un congreso: si la hubiera forzado, lo habría perdido, por la sencilla razón de que las primarias no le proporcionaban poder orgánico en un partido que no tenía prevista estatutariamente la figura del candidato. No se sentó, pues, en el sillón del perdedor; pero, y aquí es donde radica la clave del asunto, tampoco se abrió un espacio propio a su vera. Como la ejecutiva después de su derrota, él también se mantuvo como lo que era antes de su triunfo: la voz más escuchada y más aplaudida por las agrupaciones pero que habla desde el exterior de los centros de decisión del PSOE, hoy repartidos entre Ferraz y las baronías territoriales. Fiado a esa única arma, braceó para conquistar lo que las primarias por sí solas no podían darle: una voz en la dirección política del partido. Es un ejercicio agotador porque si multiplica el esfuerzo, y no modifica la relación de poder, no consigue más que incrementar la sensación de una exterioridad sin propósito; pues aunque oída y apreciada entre los afiliados al partido, su voz llega a la sociedad como una más de un desafinado concierto cacofónico.

En un partido con una sólida estructura dirigente, no cuesta nada a quienes se mantienen en el centro incrementar la sensación de fuera de juego de quienes bracean por el exterior, a no ser que éstos se organicen para un asalto final. Es lo que sucede en los congresos extraordinarios cuando una facción organizada intenta hacerse con todo el poder. Jugar a esa ruleta rusa, como lo definió Múgica, es lo que han evitado los barones a última hora. Un reparto de poder equilibrado y definitivo, dicen haber conseguido. Si esto es así, la crisis sólo acabará de cerrarse cuando la ejecutiva entienda que no se trata tanto de repartir poder como de compartirlo de acuerdo con la nueva realidad surgida de unas primarias que situaron a los perdedores en una posición políticamente subordinada al vencedor.

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