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¿Se puede seguir siendo keynesiano hoy?

Desde hace tiempo, el keynesianismo ya no goza de buena reputación en Europa. Constituye la marca anticuada de los que, rechazando la modernidad, siguen adhiriéndose a la ficción del Estado regulador.¡Eppur si muove! Y sin embargo, una amplia mayoría de economistas de todo el mundo sigue creyendo en la eficacia de las políticas económicas de regulación de la demanda, ya sean monetarias o presupuestarias.

A la pregunta de "¿se puede seguir siendo keynesiano hoy en día?" se pueden dar quizá respuestas muy sabias, muy complejas, dado el gran progreso de la teoría económica en las dos últimas décadas. Pero no es en este terreno en el que deseo situarme. Al contrario, quiero contestar de forma más directa, observando las evoluciones que se han producido en Europa y en Estados Unidos desde hace dos décadas. Se podrá deducir, entonces, en qué medida éstas fueron consecuencia de las políticas de demanda llevadas a cabo aquí y allí.

Esto permitirá contestar sobre todo a una pregunta muy de actualidad: ¿debe temer Europa, en lo que a su crecimiento se refiere,la anunciada ralentización de la economía norteamericana? No podemos sino señalar que, desde principios de los años ochenta, las coyunturas de Europa y Estados Unidos han estado desincronizadas: el crecimiento a una orilla del Atlántico no ha comportado el de la otra, y viceversa. Así, la reactivación del crecimiento en Europa a finales de los años ochenta coincidió con una ralentización en Norteamérica, mientras que el tan admirado dinamismo de EE UU en la década de los noventa estuvo acompañado del más largo periodo de marasmo sufrido por Europa desde la Segunda Guerra Mundial.

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Sin embargo, todo el mundo, o casi, sigue razonando como si las coyunturas de uno y otro lado del Atlántico estuvieran sincronizadas, y hubiera que temer en Europa la ralentización futura del crecimiento en Estados Unidos. En resumen, se sigue pensando que el crecimiento sólo puede ser mundial o no ser, en perfecta contradicción con lo que nos enseñan las evoluciones reales.

Las razones de desincronización son múltiples. Algunas sólo pueden comprenderse mediante un replanteamiento radical de la teoría de las transmisiones internacionales. Como he demostrado con E. S. Phelps, en determinadas circunstancias, los efectos favorables del crecimiento de una región del mundo -el hecho de que aumente sus importaciones procedentes de otras regiones- pueden ser más que compensados por los efectos desfavorables de la subida de los tipos de interés y de las variaciones del cambio.

Pero hay otras razones más fácilmente reconocibles. Se puede observar que el crecimiento, aquí y allá, ha seguido la orientación de las políticas económicas. Los dos episodios de marasmo europeo y de crecimiento rápido norteamericano -la primera mitad de la década de los ochenta, el periodo de 1991-1996- han coincidido con una política restrictiva en Europa y expansionista en Estados Unidos. En ambos periodos, el crecimiento, más que obedecer a las evoluciones de la competitividad, siguió a las demandas internas. Así, durante la primera mitad de la década de los ochenta, la rápida recuperación norteamericana estuvo acompañada de una apreciación sin precedentes del dólar. O, lo que viene a ser lo mismo, la depreciación sin precedente de las monedas europeas no impidió el marasmo europeo.

La desincronización de los años ochenta se explica fácilmente: en un sentido, la recesión europea fue consecuencia de las políticas expansionistas llevadas a cabo por Estados Unidos. La fuerte apreciación del dólar -sobre todo en el contexto la postsegunda crisis del petróleo- exacerbó las presiones inflacionistas en Europa en un momento en que la inflación era elevada. La única salida para las autoridades monetarias europeas era duplicar el vigor para contener la subida de los precios.

La historia de la desincronización de los años noventa es diferente, por el hecho de que, en esta ocasión, la política europea no fue inducida por la norteamericana. La reactivación en Estados Unidos, dado que el medio privilegiado fue una política monetaria expansionista -una fuerte bajada de los tipos de interés reales a corto plazo-, contribuía, por el contrario, a debilitar las tensiones inflacionistas en Europa. Pero en esta ocasión, Europa luchaba a la vez por contener las tensiones de orden interno que provocó la unificación alemana y por satisfacer las exigencias normativas promulgadas por el tratado de Maastricht. Allí, la demanda interna de consumo e inversión, estimulada por unos créditos baratos, trajo el crecimiento. Aquí se instalaba el marasmo, debido, en primer lugar, al coste desorbitado del crédito, y en segundo, a las exigencias del ajuste presupuestario.

Esos episodios de desincronización contienen importantes enseñanzas para el futuro. La ralentización -anunciada sin cesar y siempre aplazada- de la economía norteamericana no debe suscitar en Europa una inquietud exagerada. La historia de las dos últimas décadas es la de un desacoplamiento sistemático del crecimiento entre Europa y Estados Unidos; cada una de las dos regiones puede crecer independientemente de lo que le ocurra a la otra. Hace mucho tiempo que Estados Unidos no es la locomotora del crecimiento europeo, ni tampoco su freno. Esto no significa que no exista ninguna transmisión coyuntural entre los dos continentes, sino que, por una parte, estas transmisiones pueden verse enturbiadas por la evolución de las variables financieras -tipos de interés y tipos de cambio-, y por otra parte, las políticas "regionales" de demanda pueden sostener el crecimiento.

Precisamente, la segunda enseñanza es que el crecimiento de una gran región depende esencialmente del dinamismo de su demanda interna. Y que la política económica tiene su efecto en dicho dinamismo. A base de haber utilizado estas políticas únicamente en el sentido de la restricción, en Europa se ha perdido de vista que también podrían servir en el sentido de la expansión. Y se sacó superficialmente la conclusión de que la política económica era impotente a la hora de luchar contra el paro. La única prueba que se ha aportado es que las políticas monetarias y presupuestarias restrictivas no eran susceptibles de propiciar el crecimiento y el empleo, lo que ya se sabía desde hace mucho tiempo.

De las observaciones anteriores se podría deducir que las evoluciones efectivas desde hace dos décadas se han ajustado a las enseñanzas de la teoría keynesiana. Naturalmente, también se ha Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior comprendido que las disfunciones más estructurales, como la rentabilidad excesivamente baja de las empresas, reducían considerablemente la eficacia de las políticas de control de la demanda. Pero en lo esencial, el mensaje sigue siendo cierto, sobre todo en una época en que la rentabilidad de las empresas se restableció hace tiempo.

Los episodios de desincronización precedentes también demuestran que si la reactivación en un solo país es aparentemente problemática, la reactivación en una sola "región" no lo es. La posibilidad de un crecimiento "autónomo" en Europa no es una especulación. Depende de las políticas de expansión que los Gobiernos europeos sean capaces de poner en marcha, pero también de la gravedad de la crisis que afecta a los mercados financieros. El aterrizaje de la economía norteamericana puede no ser suave.

En las circunstancias actuales de turbulencias financieras mundiales, la ralentización del crecimiento en Estados Unidos puede ser causa o consecuencia de los efectos sistémicos. Las crisis financieras tienen vida propia, independiente de las evoluciones reales, pero, por desgracia, no carecen de consecuencias para estas últimas. Existe, pues, la posibilidad de que los efectos de contagio engendren por ondas sucesivas una fuerte intensificación de las restricciones crediticias, con el consiguiente hundimiento de las inversiones.

Dicho de otra manera, puede que las instituciones financieras, y sobre todo los bancos, no hayan sobrevivido ilesas a las últimas turbulencias. El crédito se vería entonces más afectado cuanto más fuerte fuera la recesión en Estados Unidos. Tras haber admirado tanto la "nueva economía americana", hoy es de buen tono denunciar sus debilidades y hacer de ella el centro potencial de un seísmo financiero a escala planetaria. Es fácil creer lo que se desea. Pero admitamos que se produce esta eventualidad, que por culpa de la crisis financiera el crecimiento europeo no resiste la recesión norteamericana y que, por primera vez en veinte años, las coyunturas de una y otra parte del Atlántico vuelven a estar sincronizadas. ¿Qué convendría hacer entonces?

Basta con recordar que Keynes concibió su teoría precisamente como reacción a unas circunstancias semejantes, para encontrar una respuesta: ¡políticas de control de la demanda, naturalmente!

En resumen, ¿cómo se puede no ser keynesiano hoy?

Jean-Paul Fitoussi es economista, presidente del Centro de Estudios del Observatorio Francés de la Coyuntura Económica (OFCE).

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