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Por las noches, sobre todo por las noches, Madrid se llena de amantes virtuales. Cuando apenas queda tráfico contaminando el sonido del deseo, comienza a percibirse un rumor de teclas seductoras, a oírse en las terrazas el timbre de un teléfono que se cuela en el sueño como un ángel que silba la canción preferida.Como todos los enamorados, los amantes virtuales duermen poco, acuden puntuales y apresurados a sus citas, se demoran por horas en la recreación de su amor, se excitan. Y a su alrededor, como siempre alrededor de los amantes, ceniceros repletos de colillas, alguna copa, libros de poemas para ilustrar la pasión, quizás una foto.

Por las noches, Madrid se puebla de invisibles noctámbulos, que se guiñan los ojos en la barra de un chat o cuya voz, a través de un teléfono, baila sobre nuestras cabezas en forma de ondas redondas como besos. Están enamorados. Porque lo virtual también es cierto, si es que hay algo que se pueda tener como certeza.

Los amantes virtuales se enamoran de palabras, como todos los amantes. Del incansable poder de las palabras. Es un amor muy puro: no necesita nombres, ni caras, ni sexos. Los amantes virtuales pasan horas hablando del sexo de los ángeles. Sus palabras son alas.

Preguntarse quién hay o qué se esconde detrás de una pantalla sería como preguntarse quién hay o qué se esconde detrás de una cara, detrás de una mirada. Detrás del personaje que actuamos.

Todo amor es virtual, y la cara del otro apenas se descubre cuando la ficción resulta insuficiente y la subjetividad del deseo se convierte en objetivo implacable del amante. Es entonces, después de las palabras.

Pero, a veces, lo real ofrece pruebas para verificar lo virtual, por si algún descreído las necesita, algún escéptico. Hace un tiempo, una amiga comenzó a mostrar un comportamiento extraño: desaparecía misteriosamente de las reuniones o parecía ausente; se refería con medias palabras a algo que le estaba sucediendo; se disculpaba, de pronto, alegando que tenía una cita.

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Una tarde se confesó y nos pidió consejo. Mantenía desde hacía meses una intensa relación con ¿un hombre? a través de e-mail. Se buscaban, se deseaban. Y, entonces, ¿él? le propuso un encuentro: sería en Zaragoza, tal día, a tal hora, en tal hotel. Por supuesto, ella (¿ella?) dispondría de una habitación propia, por si una vez allí prefería dormir a solas. Mi amiga dudaba, pero optó por viajar a Zaragoza. Fue la única vez que estuvo en esa ciudad.

El final de la historia es incierto, como cualquier final, y carece de importancia. Lo que importa es que hace pocos días, en Madrid, nos encontramos ambas con un amigo común. "Te vi en Zaragoza", dijo él. Mi amiga se ruborizó como una adolescente y sonrió con una mezcla de pudor y picardía, como una enamorada. Nuestro amigo común, ajeno por completo a su secreto virtual (tan virtual como todos los secretos), añadió tranquilamente: "En una pequeña placita, en plan muy romántico". Lo dijo sin más, con la complicidad propia de alguien que la hubiera pillado in franganti en plena vulgar aventurilla.

Lo que importa es que aquélla era una historia de amor virtual y que lo real lo dio un testigo. (Yo no he dejado de preguntarme, además, qué podía hacer nuestro amigo común en Zaragoza). Y que mi amiga engordó 10 kilos ("a base de e-mail", dice ella), 10 kilos de una felicidad virtualmente imposible de poner en duda.

Sé de otros que adelgazan 10 kilos porque su amor (su amor real) les debilita el ánimo, les nubla el apetito, 10 kilos de una ansiedad virtualmente imposible de poner en duda.

Yo los oigo, de noche: con qué delicadeza puede hacerse el amor por un teléfono, con qué emoción puede hacerse el amor por un ordenador. Y su placer es de una intensidad distinta, de una calidad diferente, que forma parte de la realidad, de su otro lado. Porque, real o virtual, todo amor se vive a solas, en la oscuridad de un cuarto, con los objetos difuminados a medias por el humo de un cigarrillo, con la cara iluminada por el resplandor de otros ojos o por el azul palpitante de una pantalla.

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