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Fernando Quiñones

A. R. ALMODÓVAR Hoy los recuerdos se agolpan, los sentimientos están demasiado a flor. No será fácil esta crónica. Nuestra amistad era relativamente reciente, pero muy sólida, muy hermosa. De los primeros tiempos de la democracia, creo recordar, allá por el 80, 81, cuando Ortiz Nuevo nos lo trajo al primer Ayuntamiento democrático de Sevilla, con un original insólito: la traducción al castellano de la ópera Carmen, para ponerla de largo en la Maestranza; no en el teatro de la Expo, sino en la plaza de toros, la de siempre. Aquellas locuras maravillosas. Pero Fernando podía con todo. No he conocido un torrente de hombre más vocacionado a la literatura, y en las mismas proporciones de palabra y vida. Las amaba tanto, creo yo, que se le notaba como una cierta desesperación, en aquel verbo cálido, ingenioso, siempre al límite, por querer sacarles todo el jugo, no sabiéndose nunca quién imitaba a quién, el escritor al hombre o viceversa. Conozco a muchos escritores a los que parece que les cuesta ser hombres. A otros, lo contrario. A Fernando no. En él la tesitura era armonía. Cualquier tesitura, en realidad. Y no le costó poco sacar adelante las muchas que tuvo, desde que aprendiera en la terrible escuela del desamparo niño, haciéndose el oído literario en el habla de Cádiz; lo cual, bien mirado, es también una suerte. De ahí le quedó ese rajo de cantaor poeta, de novelista en voz alta, de conferenciar como quien charla paseando por los muelles de un andaluz ultramarino, en Chiclana como en Málaga, en Buenos Aires como en La Habana. Todo se le quedaba chico a su delirio. Me había cogido mucha ley, Fernando. Porque le hice una crítica a su novela El amor de Soledad Acosta, para El Independiente, que le gustó tanto que se la llevó en volandas a sus amigos de Argentina y la republicó en La Nación. Sus amigos de allí no eran cualquier cosa. Borges, Bioy Casares... Los de todas partes, en realidad, porque no ha dejado más que amigos, una cola de amigos interminable en la estela de su alegría vital. De todo lo que Fernando escribió, que es literalmente inabarcable, me quedo hoy con esta definición de amor de aquella su tierna prostituta, su Legionaria, que parece literatura al magnetófono, pero no, que es creación pura, o en todo caso es antropología de la verdad poética. (Y ahora que me acuerdo, la puso también en un teatro al aire libre, de noche, en la Torre de Don Fadrique, que fue una locura de perfección envuelta en jazmines): "A ver si no es difícil que se junten el sentimiento y la cama, que todo eso se junte y vaya seguro y dure. Sobre todo, que dure. Porque es que la gente se va conociendo luego, ¡jajay!, y además va cambiando, y cuando no te harta esto te harta lo otro. De manera que aunque cualquiera va y habla del amor, que eso lo hace cualquiera, a mí me parece que es muy poquita gente la que lo trinca entero, y menos la que le dura, y por eso está medio mundo intranquilo por adentro, como con tener que morirse". Tú sí que nos has dejado intranquilos, Fernando, con esta última ocurrencia tuya.

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