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Pensemos en el cerebro

En una de sus películas más celebradas, Woody Allen sentenciaba humorísticamente: "El cerebro, mi segundo órgano más importante". Además de hacernos compartir en clave de ironía sus particulares obsesiones, el cineasta norteamericano ponía certeramente en evidencia la esencial vinculación del cerebro con las capacidades intelectuales que nos hacen más distintivamente humanos. Esta inseparable asociación entre la mente y ese conjunto de células de nuestro cuerpo al que llamamos sistema nervioso, puede resultar obvia para algunos, pero es, paradójicamente, ignorada en gran medida por sectores muy amplios de la sociedad, incluso en los países tecnológicamente más avanzados. En una reciente encuesta en el Reino Unido llevada a cabo por Gallup para DANA, asociación dirigida a promocionar el progreso de la investigación en neurociencias, se ponía en evidencia que salvo en el caso de enfermedades nerviosas degenerativas como las de Alzheimer o Parkinson, el 75% de la población desconocía que padecimientos como la anorexia, la bulimia o la depresión estaban ligadas a malfunciones cerebrales, atribuyéndolas a "estados de la mente" sin conexión con el cerebro. Estos datos reflejan, ante todo, que la opinión pública carece de información veraz sobre las bases biológicas en las que se sustentan los trastornos del comportamiento. Tal desconocimiento determina que, en la calle, no se perciba hasta qué punto la investigación sobre el cerebro puede ser el mejor camino para mitigar las consecuencias de las alteraciones en su funcionamiento, que afectan de modo más o menos grave a casi uno de cada cuatro habitantes del mundo. No hace muchos días, se manifestaban miles de españoles reclamando atención para los más de 400.000 enfermos mentales del país. Hasta donde sé, ninguna de las medidas solicitadas allí, para paliar un problema de inmensa repercusión individual y social, incluía el apoyo a la investigación neurocientífica. Esto no es sorprendente y además de a la ignorancia arriba indicada, puede ser imputable a una variedad de factores. Destacaría entre éstos la falta de tradición cultural científica en nuestra sociedad y la escasa consideración que para dicha sociedad ha merecido la investigación experimental, como actividad rentable para la comunidad. También habría que añadir a esta lista la carencia de interés o capacidad por parte de los investigadores, de casi todos los campos de la ciencia, por hacer llegar al gran público, de una manera asequible, la significación y utilidad de su trabajo. Afortunadamente, con el progreso cultural en años recientes, tales factores negativos se han ido atenuando. Es cada vez más común encontrar, en la prensa o la televisión, noticias relacionadas con temas biomédicos que son, a la postre, la respuesta de los medios de masas a la creciente curiosidad que la persona de la calle muestra por los avances científicos. Y ningún campo como el de la investigación del cerebro ofrece mejores razones para interesar, en la esperanza de que sus logros traigan una mejora en las condiciones de vida de todos y cada uno de los seres humanos. No se trata sólo de imaginar el bienestar que supondría la curación o el alivio de enfermedades nerviosas más comunes como la depresión, la esquizofrenia o la enfermedad de Parkinson, que afligen a un número escalofriante de pacientes. En manos de la investigación cerebral está también, en gran medida, la solución de otros problemas de salud, variados y de gran impacto social, como las consecuencias del envejecimiento, la adicción a las drogas o las alteraciones del apetito, por citar sólo algunos. Los eventuales progresos en estos campos tienen no sólo repercusiones sanitarias, sino también importantes implicaciones económicas para los países y empresas que los consiguen. Por citar un ejemplo, sólo en Gran Bretaña se pierden al año 90 millones de horas de trabajo debido a problemas de salud mental, principalmente ansiedad y depresión. Pero es que, además, la comprensión de los mecanismos por los que opera el cerebro, servirá para entender otros muchos aspectos de la conducta humana, desde el aprendizaje escolar o el desencadenamiento de las conductas agresivas hasta los trastornos en la conducta sexual. Cabe esperar que el conocimiento a nivel biológico de estos procesos permita adaptar de manera más realista y justa la respuesta social y las posibles soluciones a los conflictos que plantean. Por todo ello, no resulta exagerado afirmar que la investigación del cerebro es uno de los campos con mayor impacto social y económico de la ciencia moderna. En la Comunidad Valenciana, han ido surgiendo grupos de investigación dedicados a analizar aspectos muy variados de la estructura y función del cerebro normal y patológico, dispersos por sus universidades, centros de investigación públicos y privados y hospitales; el instituto de Neurociencias de la Universidad Miguel Hernández, en San Juan de Alicante es, incluso, el mayor centro monográfico de estudios sobre el sistema nervioso que existe en la universidad española. Por tanto, nuestra Comunidad posee estimables recursos humanos y materiales empeñados en contribuir al progreso en el conocimiento del cerebro. Sin embargo, cuanto más distante sea la vinculación entre esos grupos científicos y su entorno social, más difícil resultará su labor y, a la larga, su éxito. Sin una explicación clara y mantenida de la labor del científico al gran público apoyada por los medios de comunicación, y sin una decidida política gubernamental de promoción de la investigación del cerebro, el trabajo de los neurocientíficos valencianos corre el riesgo de seguir siendo, fundamentalmente, una actividad exótica, carente de raigambre social y sin más beneficios culturales y económicos que los que depare, simplemente, la casualidad.

Carlos Belmonte es director del Instituto de Neurociencias de la Universidad Miguel Hernández.

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