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Reportaje:

Un ejército gris y silencioso

Hay quienes deciden un día raparse el pelo y cambiar para siempre los vaqueros por una túnica naranja y quienes -no es broma, sucedió en Corberá- se encierran durante 10 días en un viejo búnker de la playa, convencidos de que podrán escapar así de un fin del mundo que consideran inmediato. También hay quien se suicida a la espera del cometa Hale-Boop o deja que su hijo muera antes de que lo trasfundan de sangre impura. Y hay -son la mayoría, el ejército gris de las sectas- una multitud silenciosa, imperceptible a simple vista, que vive sin saberlo con la voluntad extirpada.Desde hace años, Josep Maria Jansà, responsable médico de AIS, se sienta frente a ellos cada tarde y les habla, que sólo con la verdad por delante se les puede reimplantar un miembro tan vital. "No debe esperarse", explica el doctor Jansà para ahuyentar los tópicos, "que los adeptos a las sectas actúen como autómatas robotizados, que es la imagen que se ha dado de ellos en demasiadas ocasiones". De hecho, continúa, "suelen mantener en perfecto estado su capacidad laboral y profesional, por lo que suele resultar muy complicado identificar la existencia de un trastorno psicológico en estas personas. Incluso en los grupos sectarios donde la intensidad de la manipulación y el control son más evidentes, existe un número variable de personas que conserva perfectamente sus niveles de autonomía".

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Tan es así que son utilizados por sus propias organizaciones para demostrar ante la sociedad lo inofensivo de sus métodos. Aunque acepta que el retrato-robot del recién captado es una persona joven, de entre 20 y 30 años, nivel socioeconómico y cultural medio e inteligencia normal, Jansà rechaza que existan grupos de riesgo: "Hay situaciones de riesgo personal. Momentos de cambio, de crisis laboral o afectiva; se trata por lo general de personas altruistas, interesadas por ayudar a los demás y que, hallándose en desacuerdo con el funcionamiento de la sociedad, buscan un espacio para poder satisfacer esa necesidad".

El proceso es lento, muy difícil de ver en la mayoría de los casos. El adepto va cambiando su personalidad y adaptándola a las creencias del grupo. "Al principio", añade Jansà, "se produce una situación de exaltación, de luna de miel con la secta. Al recién llegado todo le parece maravilloso y dice sentirse más feliz que nunca. Ya no acepta la crítica al grupo y se producen las primeras discusiones y enfrentamientos con familiares y amigos. Sus nuevos compañeros le apoyan en todo momento, no dejan de elogiar sus virtudes".

Lejos de la túnica naranja y de los ritos macabros, el nuevo sectario suele pasar inadvertido. Su nuevo disfraz -denuncia la policía y está de acuerdo Jansà- pasa por la solidaridad con el tercer mundo, la ecología a ultranza, la venta de productos inocuos, la rehabilitación de toxicómanos o el interés por las estrellas. Todo legal.

"Y detrás de empresas tan loables", asegura el inspector jefe Eliseo Gutiérrez Ávila, "sólo se ocultan sectas que utilizan a sus fieles para conseguir dinero y poder, haciendo de ellos verdaderos esclavos y desentendiéndose, o incluso denunciándolos, cuando existen problemas".

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