La razón según Wojtyla
Incluso quienes somos más ariscos ante su alto magisterio tenemos que reconocer que el papa Juan Pablo II es todo un personaje o, como dicen los franceses pensando en el escenario de la Comédie, "un caractère". En este mundo de espejismos que se contagian casi instantáneamente de polo a polo, sólo merecen verdadero interés quienes no sólo se niegan a plegar sus manías a los dictados de la moda, sino que incluso logran poner de moda sus manías. Karol Wojtyla pertenece a esta raza de privilegiados, como ha demostrado popularizando mediáticamente el anticomunismo, el integrismo sexual y sobre todo la autoridad misma del Sumo Pontífice, comprometida por la campechanía de Juan XXIII y las ambivalencias hamletianas de Pablo VI. En ocasiones ha incidido en el curso de los acontecimientos históricos (favoreciendo el derrumbe de los ya íntimamente decaídos regímenes totalitarios del este de Europa) y otras veces el azar en forma de plaga mortífera de transmisión sexual ha reforzado su condena del grato libertinaje. Ahora ha decidido comprometer a la Providencia una vez más apostando por un caballo de pedigree ilustre, aunque demasiado viejo, que ya sólo logra victorias facilonas en contiendas de poca monta, pero no logra ni colocarse en los certámenes de mayor fuste. Me refiero a la filosofía.Fides et ratio, la última encíclica hasta ahora del papa Wojtyla (quizá destinada a ser la última en todos los sentidos, su testamento pastoral), está dedicada al papel de la filosofía frente al mundo actual y sobre todo dentro de lo que hoy se considera fe católica. No puede decirse que los Papas se hayan prodigado en documentos de este rango sobre la filosofía -el último ejemplo de género tan infrecuente fue Aeterni patris, firmada por León XIII en 1879, según se nos informa en la encíclica actual- y la verdad es que resulta comprensible tanta mesura porque la filosofía rara vez lleva sello de urgencia ni para los fieles creyentes ni para casi nadie. Pero a Juan Pablo II se ve que el tema le fascina. Para él, "la filosofía es como el espejo en que se refleja la cultura de los pueblos" y desde luego puede asegurarse que el hombre es "naturalmente filósofo".
De modo que la filosofía merece una encíclica, tal como en ciertas guías se nos informa de que un restaurante o un paisaje "merecen el desvío". Lo menos que podemos hacer los profesionales de este gremio imposible es intentar tomarnos tan en serio su carta pastoral como él se toma nuestra asignatura. Además puede que este aparente intempestivo acierte otra vez con la moda que viene: ¿no lo anuncian así el éxito de obras de divulgación como El mundo de Sofía, la proliferación en algunos países europeos de cafés filosóficos y hasta el éxito de sectas más o menos espiritualistas que despejan enigmas muy trascendentes por medio de unos cuantos apotegmas perentorios? A la Iglesia no deben pillarle tales indicios con el paso cambiado, como algunos se empeñan en decir que le cogió a nuestro Gobierno la tregua de ETA...
Aunque la palabra "filosofía" suele recibir usos lamentablemente degradados -"la filosofía de nuestro departamento de ventas...", "la filosofía de este canal de televisión..."-, cuando el Papa habla de filosofía se refiere a la Gran Filosofía, la que hicieron Aristóteles, Tomás de Aquino y Kant. Es más, incluso habla de una filosofía de tamaño mayor que el natural en la mayoría de los departamentos universitarios del ramo. Ya en la segunda página de su encíclica establece sin trepidar que las preguntas verdaderamente filosóficas inquieren cuestiones de no menor calibre que "¿quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿adónde voy?", aun arriesgándose a recibir como respuesta aquella gansada del humorista Pierre Dac: "Yo soy yo, vengo de mi casa y voy a volverme a ella lo más pronto posible". Dados los actuales remilgos posmodernos ante cualquier aspiración a certidumbres más ambiciosas que las de la perspectiva pragmática o el relativismo hermenéutico, no deja uno -al menos este uno que abajo firma- de sentir cierta simpatía por la cerrada defensa de la Verdad con mayúscula y redoble de timbales de que hace profesión Fides et ratio. Así como también por establecer enérgica y sensatamente que no se debe confundir la legítima reivindicación de lo específico de tal o cual pensamiento local "con la idea de que una tradición cultural deba encerrarse en su diferencia y afirmarse en su oposición a otras tradiciones, lo cual es contrario a la naturaleza misma del espíritu humano". ¡Uf, qué alivio poder coincidir por fin con el Papa en algo!
Lamentablemente, el acuerdo ya no va mucho más allá. A partir de ese momento, Wojtyla se encierra en la tradicional serie de paralogismos que convierte la reconciliación entre fe y razón en un pobre remedo de armonía porque lo que se reclama ante todo es la sumisión de la segunda a la primera. El hombre debe buscar respuesta a los misterios de la existencia, pero sólo puede hallarla en un misterio aún mayor, el de la encarnación del Verbo Divino. Hay que intentar aclarar lo oscuro acudiendo a lo que es más oscuro todavía: lo contrario revela una actitud arrogante, reduccionista, un exceso de confianza en sus propias fuerzas propio del "excesivo espíritu racionalista de algunos pensadores" (sic). La indagación filosófica está muy bien siempre que desemboque suficientemente desarmada en el acatamiento a lo que la fe ya conoce por sus propios medios: la
Pasa a la página siguiente
Viene de la página anterior
gran Verdad siempre es "ulterior" y, por tanto, "no puede encontrar solución si no es en lo absoluto", terreno en el cual la fe se mueve con la agilidad que propicia lo ininteligible. ¿Libertad de pensamiento? Es la fe lo que permite a cada uno expresar su propia libertad porque "la libertad no se realiza en las opciones contra Dios". Eso sí, a la razón filosófica le queda la tarea importante de "ilustrar contenidos filosóficos como, por ejemplo, el lenguaje sobre Dios, las relaciones personales dentro de la Trinidad, la acción creadora de Dios en el mundo, la relación entre Dios y el hombre, y la identidad de Cristo, que es verdadero Dios y verdadero hombre". Al acometer esas empresas y otras no menores debe evitar caer en vicios como el "historicismo, el modernismo, el cientificismo, el pragmatismo, el nihilismo y la posmodernidad". Puestas así las cosas, ¿no sería mejor limitarnos a preguntar al párroco para no equivocarnos?
Pongamos un ejemplo histórico de tal error: cuando en 1790 la Asamblea de la Francia revolucionaria proclamó los principios filosóficos de la Declaración de Derechos del Hombre fue explícitamente condenada por Pío VI (10 de marzo y 13 de abril de 1791), ya que "el poder no deriva de un contrato social, sino de Dios mismo, garante del Bien y de lo Justo". ¿Ven cómo más vale no salirse de los caminos trillados y preguntar directamente al Papa, aunque, como en el caso de los derechos humanos, haya tardado un par de siglos en conceder el nihil obstat?
La aseveración de Fides et ratio que necesita más fe y menos razón para ser aceptada aparece en la página 20: "La historia es el lugar donde podemos constatar la acción de Dios en favor de la humanidad". De la Naturaleza no se habla, pero cabe, en cambio, suponer que una observación como ésta de John Stuart Mill -"ni siquiera en la más distorsionada y amañada teoría del bien que jamás haya podido ser concebida por el fanatismo religioso o filosófico puede hacerse que la Naturaleza tenga semejanza con la obra de un Ser a la vez bueno y omnipotente"-, por mucha razón que parezca tener y que el huracán Mitch le conceda, carece de la fe necesaria como para ser mínimamente aceptable. De modo que no, a fin de cuentas tampoco Juan Pablo II es el influyente amigo de la filosofía por el que los miembros del gremio esperamos suspirando. Me temo que seguimos tan solos como antes.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.