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Estreñimientos

MANUEL TALENS Durante la época franquista hubo un gobernador en Granada, de los de sable y pistolón, que dijo nada más estrenar el cargo: "Mi obra será lenta, pero dura". En consecuencia, lo llamaron el Estreñido. Por una de esas asociaciones del subconsciente, tan caras a Lacan, me estuve acordando el mes pasado de aquel individuo al ver en la televisión la soporífera campaña electoral vasca y al leer, aquí, la noticia del lanzamiento público de la Declaració de València, manifiesto destinado -con más deseo que realidad- a promover mayores cuotas de soberanía en el País Valencià. Suelo seguir con gusto lo que los miembros de la Declaració escriben en la prensa. La ventaja con todos ellos, a pesar de que alguno repite machaconamente desde hace años la misma catilinaria lingüístico-airada, es que tienen un verbo ameno y son cultos, lo cual es muy de agradecer. Por eso, porque los leo, soy capaz de entender tanto las razones teológicas que los mueven -el nacionalismo es una religión- como las más puramente políticas de Vicent Franch, quien, asimismo el mes pasado, relativizaba en esta columna la Declaració como una especie de juego útil para las fuerzas estatales -léase PSPV-, a las que les haría gratuitamente el caldo gordo. Está muy lejos de mi propósito tratar de intervenir en la cruzada nacionalista -también lenta y dura- que nos está cayendo encima, de bandos tan heterogéneos que, junto a los muy moderados combatientes valencianos, encontramos jesuitas Rh negativos como Arzalluz o nacional-empresarios derechistas como Pujol (a los de UV, ni mentarlos, pues lo que buscan es un silloncito, nada más), enfrentados al españolismo ortodoxo de la legalidad actual, que representan el PP y el PSOE. Pero quisiera señalar, desde fuera, pidiendo disculpas de antemano (y a distancia, por las flechas que me puedan llegar), la anomalía que yo veo en una amplia porción de las masas nacionalistas: el fetichismo de los símbolos patrios, vicio de fondo de los abertzales vascos, de algunos catalanes y gallegos, de tres o cuatro andaluces, dos cacereños y medio y, ¡oh, sorpresa!, también de una cierta valencianía progre, con la que me he topado recientemente al satirizar los aspectos irracionales que rodean a la figura de San Vicent Ferrer: el atrevimiento me valió una agria réplica desde la Universidad... por haber osado decir blasfemias de un valenciano. Comprendo que los largos años de subordinación a una cultura más poderosa pueden hacer que se idealice hasta la náusea el ideal perdido de un paraíso que, acaso, nunca existió, pero si esos movimientos que luchan contra Madrid por la supervivencia de sus raíces no son capaces de criticarse a sí mismos, de trascender kantianamente sus posiciones y analizar sus lacras, de aceptar sin problemas que a veces sus héroes son pura filfa y sus mitos sólo mitos, no veo de qué manera van a ser tomados en serio. El día en que los líderes nacionalistas empiecen a sonreír -¿por qué parecen siempre estreñidos y en trance de apretar?-, se dejen de himnos, banderas, danzas, paranoias, fiestecitas, autobombo, cuentos chinos... y promocionen con alegría y sencillez las bondades de la otredad minoritaria, habrán ganado la primera escaramuza. Que alguien le dé, por caridad, un laxante a Arzalluz.

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