Campo de muñecas
En la posguerra, la infancia pelona empañaba las desiertas vitrinas de las tiendas de juguetes, con un aliente de patatas al horno y repollo agrio: aquel vendaval de ilusiones exploraba al desolado y aterido espacio, hasta detenerse, entre la fascinación y el deseo, en un tiovivo de hojalata y robín, o en una Pepona de cartón esponjoso y unas manos de cola con blanco de España. A una infancia de cupones para las judías, y de perra gorda de altramuces y semillas de girasol, en días de guardar, Scarlatti le orquestaba una sonata de ternura y tripas en cesantia; y un ángel le restauraba la pupila desportillada de estrépitos y derrotas, con el elemental estreno del aire. Y una vez, la infancia desamparada bajo el ala de un aeroplano de escombros y carnicería, descubrió el mundo; y el mundo era un escaparate con un elefante en bicicleta, una tartana y una muñeca. Pero en el cristal del parapeto se marchitaba la sonrisa. A mediados de los cuarenta, en la calle de Serrano de Madrid, se presentó Mariquita Pérez, una adolescente esbelta y remilgada con ropero de colegio de monjas y pelo natural, porque el de chota no correspondía al linaje de quienes la habían hecho a su imagen y semejanza: las señoras Coello y Luca de Tena. Lejos de la capital, en Onil, cundió la perplejidad en una industria manufacturera que aún no había entendido aquello de la muñeca-concepto. Onil se limitó a fabricar el esquema y la cabeza de Mariquita Pérez. Lo cuenta Ramón Sempere Quilis quien vivió la historia y ahora la escribe, desde una lucidez de ochenta y cinco años, y en su colofón de juguetero, cronista de la villa y maestro de escuela: "Las nuevas ideas despertaron en Onil y en sus fabricantes profundas reflexiones que les llevaron a la necesidad de introducir en sus producciones ya obsoletas, esas nuevas ideas; y así, Isidoro Rico Miralles lanzó, bajo el patrocinio de la duquesa de Alba, su Cayetana, en 1948, siguiéndole Santiago Molina, con su Maricela, y en 1950. Sucesores de Rico, ponen en el mercado Corisa. Cuánta hazaña nacional desempolvada: en el campo de la muñequería, se midieron, fortuna y prestigios, la grandeza de España y una aristocracia embarullada con el ordinario encanto de la burguesía. En la metáfora infantil de aquel juicio de Dios, Cayetana le arrebató la primacía a la presuntuosa Mariquita Pérez. Una vez más, la casa de Alba bruñó con netol sus blasones. Pero fue Onil quien se anotó el tanto: la tradicional gacha cedió la vez al poliestireno que, según Corredor Matheos, se usaba ya en la Repúblida Democrática Alemana. De modo que los fabricantes colivencos disponían de una nueva filosofía, de una sustancia óptima y de una maquinaria a propósito. Sin embargo, aún saldrían escarnecidos de escaramuzas y asechanzas: eran tiempos de competencia sin cuartel, de zozobras y dudas. Sobre el atinado envite del pionero Isidro Rico, en febrero de 1957, se constituyó la sociedad Fábricas Agrupadas de Muñecas en Onil S.A., Famosa; y su imparable ascensión: ocupó Europa, algunos países latinoamericanos, le disputó el terreno a Estados Unidos y les puso piso propio a Nancy y a Nenuco en los confines de Hong Kong. Ese imperio de fantasía y diseño, de dividendos e inversiones, lo preside Ramón Sempere Quilis. A los nueve años, Ramón Sempere Quilis trabajaba en un taller de ebanistería y soplaba el clarinete, mientra miraba con asombro cómo su padre moldeaba piernas y cabezas de muñeca, para una industria que habían puesto en pie, en las últimas décadas del siglo XIX, Ramón Mira Vidal, guardia civil en excedencia y hábil alfarero, y Eduardo Juan Sempere. Con su familia, se trasladó a Alicante donde trabajó en un comercio textil y en su despacho de droguería, mientras estudiaba Magisterio. Aunque, después del fragor de las batallas, sacó plaza de maestro nacional, no llegó a ejercer la docencia: en Onil lo reclamaban. Era un muñequero de estirpe y tenía que darle marcha a una empresa familiar. Famosa es una demografía de criaturas encantadas que circundan la Tierra, facturan 25.000 millones de pesetas y hablan a pilas. Sólo Ramón Sempere Quilis conoce sus verdaderas razones; y además sabe escucharlas.
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