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Muertos o algo peor

Algunos muertos no saben dónde están y otros no pueden dormir. Entre los del segundo grupo hay casos como el de Albert Einstein, que cuenta Milan Kundera en su última novela, La identidad: al parecer, Einstein siempre tuvo miedo de ser enterrado vivo y dejó claras instrucciones en su testamento para que lo incinerasen. Sin embargo, uno de sus discípulos -seguramente el que más lo amaba- se sentía incapaz de vivir sin la mirada del maestro; de modo que le quitó los ojos al cadáver y los puso en una botella con alcohol para que le contemplaran sin descanso hasta el momento de su propia muerte. Kundera menciona un poco más adelante el caso de la cabeza de Haydn, amputada por un científíco que intentaba encontrar en el cerebro del compositor de La Creación el lugar preciso donde se sitúa el genio musical. Y en España también hay toda una leyenda, al parecer cierta en muchos aspectos, sobre la cabeza de Goya: fue cortada, pasó por las manos de varios médicos y coleccionistas hasta que al final unos estudiantes terminaron usando el cráneo como copa de vino y recipiente para calentar la comida. Durante mucho tiempo creímos que eso era lo peor que podía hacérsele a la cabeza de Goya; pero un día llegó el alcalde con su estatua y nos demostró lo equivocados que estábamos.Hemos dicho que hay muchas clases de muertos aunque, como siempre, las fotos de la última fiesta de Todos los Santos parezcan desmentirlo: dos hombres que se cruzan llevando unas flores idénticas en la mano, varias mujeres que caminan por un camposanto rodeadas de tumbas, perdidas en esa extraña geometría de los cementerios, en su uniformidad simétrica y helada. Están los muertos que se buscan y no se encuentran, como García Lorca, enterrado en un punto desconocido entre Víznar y Alfacar; o el poeta centroamericano Roque Dalton, cuya sepultura cavaron sus asesinos en algún lugar del volcán San Salvador; o Antoine de Saint-Exupéry, el autor de El principito, cuyos restos se persiguen estos días frente a la costa de Marsella, en el fondo del mar al que se precipitó con su avión en 1944.

Pero también existe la clase contraria de muertos: aquellos que no quieren ser encontrados. Uno de ellos es ni más ni menos que Diego Velázquez, el genio de Las meninas y La rendición de Breda, el artista que mejor supo pintar la luz de Madrid, reflejar la ciudad con tanta perfección que sus cuadros no parecían mentira. Así lo recordaba Rafael Alberti en el poema que le dedicó, desde su exilio en Argentina: "Te veo en mis mañanas madrileñas,/ cuando decía: -Voy al Pardo, voy/ a la Casa de Campo, al Manzanares.../ Y entraba en el Museo./ ...y entraba por la puerta de tus cuadros/ al encinar, al monte, al cielo, al río,/ con ecos de ladridos, de disparos/ y fugitivas ciervas diluidas/ en el pintado azul del Guadarrama".

Sin embargo, Velázquez es un muerto que no quiere ser encontrado. Los historiadores dicen que al morir, en 1660, fue inhumado en una iglesia de la plaza de Ramales y que el templo fue demolido en 1812, dejando el cuerpo del artista olvidado en el subsuelo. Allí debe estar aún, en teoría, oculto bajo el asfalto. Es casi seguro que nadie tan grande haya tenido jamás un sepulcro tan pobre; y sin embargo el Ayuntamiento de Álvarez del Manzano no parece tener muchas ganas de ponerse a buscarlo. ¿Por qué? Resulta difícil de explicar esta pereza en quien lleva años demostrando una facilidad extraordinaria a la hora de sacar las excavadoras a las calles, de llenarlas de zanjas, taladros, grúas, desvíos y hormigoneras hasta hacernos sentir tan mareados como si la ciudad entera fuese el tambor de una lavadora y todos nosotros un par de pantalones sucios. Pero estoy seguro de que a ninguno nos importaría un poco más de ruido y otros cuantos escombros si eso sirviese para encontrar a Velázquez, el hombre gracias al cual nuestra ciudad puede seguir estando a la vez en dos siglos diferentes; el pintor en cuyos cuadros casi milagrosos aún podemos ver, lo mismo que si estuviésemos allí, todo lo que ha desaparecido. Ojalá que muy pronto el alcalde decida que ya ha llegado su turno, ahora que ya tenemos la violetera de la calle Alcalá o el Don Juan de Borbón del parque de las Naciones.

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