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Tribuna
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Centenarios

El mucho incienso espanta al feligrés, dice un refrán que acabo de inventarme, pero que encaja bastante bien en el asunto que ahora me ocupa. Se trata de la inacabable, abrumadora serie de homenajes -musicales, literarios, plásticos, verbeneros- que vienen celebrándose en torno a la figura de García Lorca. Por supuesto que no voy ni por asomo a deplorar el efecto multiplicador del centenario de su nacimiento, pero lo que me incomoda es que esos festivales hayan afectado a la normal divulgación de otros dos notables aniversarios: los de Vicente Aleixandre y Dámaso Alonso, nacidos también en 1898. Decía que tanto incienso agobia al más devoto. García Lorca ha sobrepasado en este sentido las más inmoderadas previsiones. Jamás ningún poeta suscitó por estas trochas semejante acumulación de agasajos póstumos. Nada que objetar, por supuesto, pero lo que no me parece aceptable es que esos recordatorios consuman el cupo de los fervores hasta el punto de anular prácticamente la atención hacia los otros dos poetas del grupo del 27 que ahora tendrían 100 años. Los poderes de la mitología cultural son bastante predecibles. Viene todo esto a cuento porque el otro día intervine en Sevilla en unas jornadas en recuerdo de Vicente Aleixandre, pertinentemente auspiciadas por el Centro Andaluz de las Letras. Me agradó mucho la oportunidad de esa convocatoria que reparaba en términos modestos una muy indebida preterición. Y más que nada porque el hecho de evocar la figura del poeta sevillano se simultaneaba sin mayores desavenencias cualitativas con los fastos en honor del poeta granadino. Siempre es plausible revisar periódicamente la vigencia de una determinada tradición artística. Todos conocemos de sobra la burda propagación alcanzada por la parte más vulnerable de la poesía de García Lorca, esa especie de contagio folclórico que ha fomentado de rechazo tantos insufribles cascabeleos oficiales y oficiosos. Por similares motivos, el magisterio de Aleixandre, cuyo ascendiente fue muy palmario, se ha ido extinguiendo en virtud de la misma selección natural que ha dejado sin epígonos cultos al autor del Romancero gitano. Tal vez sea Cernuda, de todo ese grupo, el de más perseverante apego en las asambleas de jóvenes que ya empiezan a dejar de serlo. Parece evidente que muchos aparejos expresivos de los mejores poetas del 27 han atenuado su validez como tales paradigmas. No es que piense que esos paradigmas estén despojados de su condición de modelos, sino que quizá resulten excesivamente decorativos para los reajustes estratégicos más recientes. Es fácil advertir, no obstante, en ese brillante ciclo de la poesía española, una educación estética que no ha sufrido ningún ostensible menoscabo. Me refiero a esa especie de dignificación de la palabra poética que otorga a algunos libros del grupo del 27 un inalterable rango cultural, al margen de las leyes que regulan las confabulaciones del futuro. Pero todo eso exigía ahora una recapitulación juiciosa. En vez de tanta romería de beatos en torno a un poeta, se tendría que haber previsto una más razonable excursión generacional. Qué menos.

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