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Reportaje:

El tiempo enterrado

Recorrido por el abigarrado mundo de los sepulcros y cenotafios de los templos de culto cristiano de Madrid

Trascender. Tal es y ha sido el anhelo de gentes de Madrid, a menudo principales, aleccionadas por el afán de perpetuarse y dejar tras su muerte un vestigio imperecedero de su paso por la vida. Los templos madrileños han servido para plasmar en piedra, mármol o alabastro sepulcros, lápidas o cenotafios en los que satisfacer ese anhelo.A menudo han sido ricas gentes las que se costearon tales enterramientos. Es el caso de la pareja de próceres formada por Manuel Caviggioli y Benita Maurici, cuyos nombres, y dineros, dieron título a la iglesia de San Manuel y San Benito, regentada por los agustinos, que se alza en el cruce de las calles de Alcalá y Lagasca, donde yacen sepultados.

No lejos, en la confluencia de Goya y Núñez de Balboa, la iglesia de la Concepción de Nuestra Señora alberga en sus sótanos una serie de criptas privadas donde reposan enterrados feligreses singulares. El acceso a los túmulos es intrincado. Una bóveda de cañón, estrecha y lóbrega, aunque bien iluminada, contiene una decena larga de capillas con unos noventa enterramientos. Un cogollo de familias de la alta burguesía madrileña o foránea, que sufragaron en su origen la construcción del templo, tiene allí sus sepulturas. Entre otras, la de la escritora gallega Emilia Pardo Bazán.

Junto al Retiro, encima del Museo del Prado, la iglesia de San Jerónimo el Real, casi único vestigio del arte gótico madrileño, alberga en la primera de sus capillas laterales otro amplio enterramiento, obra del escultor Mariano Benlliure.

Guarda los restos del decimonónico primer duque de la Torre, el célebre general Serrano, que da nombre a la gran arteria del barrio de Salamanca. Su sequedad marmórea se ve acentuada por el frío yelmo, ducal y emplumado, que lo corona entre flores de lis, toisones y pináculos neogóticos, ornamentos labrados todos según el gusto funerario del siglo XIX.

Detrás de Callao, la iglesia del monasterio de las Descalzas Reales, fundado por Juana, hermana de Felipe II, esconde otra sorpresa. Sobre el suelo del templo que ha sido considerado como el emblema de la dinastía de los Austrias, una lápida de mármol verde oscuro, bajo tres flores de lis, da cuenta de dos enterramientos: "Sus Altezas Reales Don Alfonso y Don Francisco de Borbón". Los restos corresponden a un niño de 12 años, Francisco, y a su padre, enamorado de ese templo, Alfonso de Borbón Dampierre, hijo de don Jaime de Borbón y primo del rey Juan Carlos I.

Alfonso murió en un accidente deportivo cuando esquiaba velozmente por una pronunciada rampa de una estación de nieve de Colorado, en Estados Unidos, en enero de 1989. El infortunado príncipe sufrió la sección mortal del cuello por un fino cable de acero que cruzaba sobre la pista por él transitada. A su lado yace su hijo Francisco, muerto en accidente de automóvil en 1984.

La iglesia de Santa Bárbara atesora bajo dos espléndidas sepulturas neoclásicas una vieja historia de amor. Fernando VI yace en una sepultura trasdosada con la de su amada esposa, Bárbara de Braganza, sobre un frontal lateral del templo.

En la otra ala, el cuerpo del general Leopoldo O"Donnell, duque de Tetuán, duerme esculpido en mármol con gesto plácido.

Rótulos latinos, lemas en castellano antiguo y fechas, a menudo indescifrables, dan a este paisaje funeral madrileño un abigarramiento extraño y caótico. Las distinciones entre santos, abades, reyes, nobles, generales y simples fieles quedan desvanecidas por el rasero igualitario de la muerte.

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