Hortaleza y su Gran Vía
Estos solares de Hortaleza, antes de ser pasto de agresivos automóviles, lo fueron de mansas ovejas, hasta que la voracidad de los primeros impuso su dieta de asfalto a las segundas y las autopistas se comieron las cañadas y los cordeles. En esta amplia y despejada Gran Vía de Hortaleza es difícil distinguir la huella del pasado; es ésta una ciudad de estreno que aún no ha vendido todas las localidades, y en los balcones y ventanas menudean los rótulos de alquiler y venta, y las oficinas inmobiliarias y bancarias ocupan los primeros locales a pie de calle para dar confianza a los nuevos comerciantes, pioneros en la colonización de esta frontera.El municipio de Hortaleza, asimilado a Madrid desde 1950, contaba con 700 vecinos a principios de este siglo: agricultores, ganaderos, pastores, panaderos o lecheros que se beneficiaban de la proximidad de una ciudad que terminaría por engullirles. Antes de que los tentáculos de la M-40 abrazaran su entorno, antes de que brotaran de la tierra los flamantes bloques de la Gran Vía, acamparon en estas salvajes praderas, más bien pedregales indómitos, diversas tribus nómadas, desertores del hambre y tránsfugas del orden, renegados y contrabandistas de sustancias estupefacientes.
Pero llegó la ley del suelo, caravanas de obreros, modernos carromatos cargados de ladrillos y poderosas máquinas vinieron para inventarse una ciudad, y al fondo de la flamante avenida levantaron, como un espejismo de acero y de cristal, su edificio más emblemático, que no es una iglesia, ni un ayuntamiento, ni un cuartel, sino un centro (templo) comercial que es el auténtico imán, un foco de atracción infalible para las nuevas congregaciones, familias pragmáticas que prefieren un piso con vistas al hipermercado que con vistas al campo y una plaza de aparcamiento a una plaza con árboles y flores.
Otro aliciente irresistible es el nuevo metro, cuya estación recibe el poético nombre de Mar de Cristal, más propio de una estación playera que de este barrio inédito nacido en plena estepa mesetaria. En Hortaleza hilan muy fino y elegante con esto de los nombres; por ejemplo, la plaza que se abre frente al centro comercial se llama glorieta de Sandro Pertini, como merecido homenaje, aunque un tanto insólito, al que fue presidente de la República Italiana, socialista longevo y de talante conciliador, irónico, filósofo y tolerante fumador de pipa, un viejo profesor a lo Tierno Galván, como solía recalcar la prensa de entonces.
Pero nadie llama a esta glorieta por su nombre, ni los taxistas ni los residentes de la zona; el nombre de la cadena de grandes superficies que patrocina el centro ha usurpado el del entrañable prócer transalpino. El comercio es la actividad dominante y exclusiva en este invernadero gigante y casi hueco. Una plaza interior con tres alturas, escaleras y pasarelas mecánicas, distribuye el flujo humano hacia los pequeños locales comerciales y a las entrañas de los grandes almacenes que ocupan una buena parte de la superficie hábil de este utilitario inmueble.
Jóvenes auxiliares con minifalda se deslizan rápidamente sobre patines por los amplios y larguísimos pasillos del híper para socorrer a los clientes extraviados entre anaqueles abarrotados de una variadísima gama de productos, de primera necesidad y de capricho, para la casa y el jardín, para la cocina y la cancha de deportes, para el nene y la nena.
Para habituar a los niños en los amenos ritos del consumo, la empresa pone a disposición minicarritos a escala de los que empujan sus atareados progenitores. Los precios son baratos, lo que excusa la escasez de vendedores y las prisas de las chicas de los patines.
En el atrio del templo comercial se alternan los locales de comida rápida y las franquicias de moda y complementos, bocatas y corbatas, hamburguesas y zapatillas de deporte. Una solitaria vendedora de alfombras orientales medita en su cubículo acristalado con la vista perdida entre los sutiles dibujos, mandalas, de los tapices que cuelgan de los muros. El centro ofrece esta semana a los visitantes una exposición futurista sobre la serie televisiva Star trek, la interminable saga de las galaxias, la serie de ciencia-ficción más famosa de todos los tiempos, que es casi una religión, una filosofía, una forma de vida para sus fieles seguidores, los trekkies, una de cuyas secciones ha organizado esta muestra con veneración y respeto hacia el doctor Spock y sus compañeros y herederos.
Se echa de menos una patrulla galáctica y ecológica para acudir al rescate de algunas criaturas terrestres y domésticas, de las inocentes mascotas que sufren cautiverio en el local de una tienda de animales. Para liberar al pequeño Collie, pastor escocés, familia de Lassie, ovillado en su minúsculo cajón acristalado que comparte, división transparente por medio, con media docena de cachorros de gato callejero que se debaten sobre un suelo alfombrado de papeles de periódicos. Hay loros, periquitos, canarios, iguanas, cobayas y roedores de diferente tamaño. Una posible clienta duda de que las iguanas no sean de plástico, y los saurios no ponen nada de su parte para deshacer el malentendido, sumidos en piadoso letargo. Los peces tapizan las paredes, en apariencia inmunes a los rigores de su cautiverio.
El mejor observatorio para atisbar el ajetreo de este hormiguero humano está en algunas mesas del restaurante de la última planta. El Ático de los Naranjos tiene la única oferta gastronómica del centro, que no se decanta por la comida rápida, sino por la cocina clásica, con su menú económico, al que concurren los empleados de las oficinas cercanas recién instaladas en la flamante Gran Vía de Hortaleza.
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