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La ciudad doliente

Tantos habitantes como un pueblo mediano, el doble o triple en horas de visita. Les llaman, con acierto, ciudades sanitarias, dulcificando la terrible generalización de Dante, que señalaba el camino hacia el eterno dolor. No es para tanto. Ahí también, sobre todo, se cura, encuentran los males alivio y sólo falta lo imposible: la resurrección. Un pariente muy próximo ha estado en grave peligro y la atención, el norte y el sentido de la vida se trasladó a uno de esos gigantescos centros, a los que se llega con temor y esperanza. Uno de los grandes hospitales con que cuenta Madrid, levantado hace 25 años, sustituyendo antiguos caserones, lazaretos, hospicios y dispensarios, hacia donde iba a se consumir la perdida gente.Mucho han cambiado las cosas, en la estructura externa y, sobre todo, en las milagreras técnicas quirúrgicas y preventivas. Dudo que haya diferencias apreciables entre estos que tenemos a la mano y los más adelantados de cualquier otro país. La ciencia médica y su práctica ya no son secretos, ni recurso para personas adineradas, pues la Seguridad Social puede que aún tenga pliegues roñosos, pero disfruta de una amplísima eficacia.

La actitud reverencial y timorata del primer día da paso a un sentimiento de familiaridad entre la grey de visitantes, que pronto se acomodan por los edificios, plantas, pasillos, dependencias y servicios, agudizando el sentido de la orientación, sin necesidad de instrumentos, supliendo casi siempre una de las crónicas deficiencias en estas instituciones: la información al público. La hay, por supuesto, pero no en la medida que requiere la incesante demanda, lo que sin duda es achacable a escaseces presupuestarias. Es un mundo hirviente, en continua renovación de turnos, urgencias, reclamaciones, problemas internos y cuestiones que, con instalada frecuencia, son de vida o muerte. Entre el ir y venir de batas blancas y verdes, algún nostálgico echará de menos a las monjas de otras épocas, deslizándose por los pasillos fregoteados, casi inhumanas ante la miseria ajena. Las reemplazan competentes enfermeras, con horario de trabajo racional y más amplias competencias. Tampoco hay legas, sino celadoras, limpiadoras, personal de seguridad. Alguien me dice que no han desaparecido del todo: están arrinconadas en los hospitales para infecciosos, para dementes irrecuperables, ahí, en fin, donde nadie quiere ir.

Con cierta timidez campean oficiosos letreros: "Está usted en zona sanitaria. Prohibido fumar", bajo los cuales hombres, mujeres, visitantes, incluso personal afecto, echa el pitillo de la rutina o del nerviosismo. Existen normas genéricas que generalmente no se cumplen, como vulnerar el horario, la duración de la estancia de allegados y su número, en las reducidas habitaciones dobles.

Produce indudable fastidio la tertulia de cuatro, seis u ocho personas, arracimadas en torno a la cama de al lado, pero un pudoroso respeto por los sentimientos del prójimo impide la queja o la protesta, quizá porque no haya ante quien hacerlo. Frecuente, casi cotidiana, la marimorena que arman los familiares del gitano internado, mostrando sin limitaciones la aflicción por el padre, el hermano, la sobrina intervenida aquella mañana. Acude el clan al completo, incluidos niños, y se echa de menos la instalación de un lloratorio para estas personas, tan solidarias.

La mayoría de las puertas de los cuartos permanecen abiertos, incluso por la noche, sin causar extrañeza que funcionen tardíamente las televisiones, alimentadas por piezas de cien pesetas. O los transistores. En la penumbra de la madrugada, parpadean las máquinas auxiliadoras de la diálisis. Una enferma bienhumorada comenta: "Parezco una gasolinera".

Se respeta el horario matutino que incluye la visita de los médicos, el control de los cirujanos, pero el ciclo laboral hace difícil cualquier identificación. Hay ladrones y descuideros de planta, normalmente trajeados, incluso con batín blanco, que visitan los cuartos cuyos ocupantes son trasladados para pruebas o exploraciones y arramblan diestramente con los objetos menudos de valor.

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Muchas deficiencias, sin duda, pero de allí salió con vida y salud el deudo que llevamos pendiente de una frágil esperanza.

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