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Reportaje:

Una aparición fantasmal y violenta

Sería 1961 o, a lo sumo, 1962. Iba recorriendo en coche, lentamente, las costas de Garraf, parando el vehículo en cada recodo con el ánimo de observar de cerca la vegetación y la fauna de una zona que intuía distinta a todo lo que conocía. Eran tiempos prenaturalistas y, sobre todo, preecologistas, en los que eran impensables prácticas, hoy ya habituales incluso en nuestro país, como el civilizado y europeo bird-watching. Llevaba unos prismáticos y una Guía de campo de las aves de España y demás países de Europa. Me dirigí hacia un barranco que, por su tamaño, anunciaba que iba a penetrar suficientemente en la montaña y, entrando en su cauce, absolutamente seco y pedregoso, comencé a caminar monte arriba. Era finales de febrero, un día totalmente despejado y, aunque debía ser muy pronto, el sol ya calentaba. Intenté, con ayuda del libro, identificar algunas de las especies de pájaros que volaban entre los arbustos y los pequeños palmitos. Llevaría una media hora de pausada travesía cuando, tras un recodo, el barranco empezó a entrar decididamente en el interior del macizo. Opté por trepar por la margen izquierda hasta llegar a un pequeño promontorio, una especie de escalón rocoso que por la curvatura del barranco quedaba a la sombra. De repente, se produjo algo extraordinario, algo como una explosión acústica, un grito desesperado, rechinante, agudo, pero con la cadencia y el tono de un latido monstruosamente doloroso. Levanté la cabeza para ver, pero con la intención también de protegerme, como esperando que la gran pared de caliza se derrumbara, y en ese instante, pese a la intensísima y cegadora luz, noté la presencia sobrecogedora de dos aves que me parecieron inmensas, volando majestuosas, lentas, sin mover en ningún momento las alas, emitiendo ese grito lastimero que podía ser de dominio, de afirmación territorial. Creo que, en ese momento, me convertí a la ornitología. Fue algo único y, si he de ser sincero, nunca más volví a disfrutar de una situación semejante; quizá la corta distancia a la que me hallaba de las aves, el tamaño relativamente pequeño del escenario y, por encima de todo, la novedad, la sorpresa, el miedo que me produjo esa aparición fantasmal y violenta, fueron determinantes. Ni años después en el Rif, ni en las sierras de Jaén, ni en el somontano oscense, donde he pasado horas observándolas, se ha repetido algo semejante, algo que ocurrió a breve distancia de una saturada carretera y que es trágicamente improbable que se repita.

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