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La filosofía en los papeles

Manuel Cruz

Normalmente, tras escribir un artículo hay que limpiar de palabras la cabeza. Se tiene la sensación como de que hubieran quedado flotando en ella -o revoloteando sin rumbo por el cerebro, o dando tumbos por la bóveda craneal, como se prefiera decirlo- expresiones que en su momento el autor consideró afortunadas, o un encadenado de frases a las que atribuyó una especial musicalidad. Ahí permanecen, resistiéndose a ser abandonadas, reapareciendo, pertinaces, contra la voluntad de su creador, al modo de esas estúpidas canciones veraniegas que nos descubrimos tarareando a nuestro pesar, como si no hubiera forma de sustraerse a su impertinente tonadilla.Esa intensa percepción del lenguaje suele ser una de las primeras y más llamativas sorpresas que se lleva el filósofo -autor habitual de trabajos para revistas especializadas, tratados y libros más o menos sistemáticos- cuando emprende la experiencia de la colaboración continua en la prensa diaria. Descubre -o cree descubrir, al menos- que hay algo en la naturaleza misma del medio que le empuja en esa dirección, esto es, hacia la búsqueda de una eficacia comunicacional contundente e inmediata que implica otra forma de escritura. Pero sería una gruesa simplificación interpretar esto como si la cuestión aquí en juego fuera, sencillamente, la de encontrar a cualquier precio el modo de captar la atención, siempre algo distraída, del lector habitual de periódicos. El asunto que, entre dudas, cree percibir el filósofo es de mayor calado, o parece tener que ver con otra cosa.

Quienes se resisten a publicar en estos medios acostumbran a argüir, como motivo de su resistencia, diversas razones. Que si les resulta insufrible tener que acomodar su discurso a un ficticio criterio de actualidad -ellos, tan acostumbrados desde siempre a tratar con los problemas perennes-, que si no hay modo de desarrollar adecuadamente las ideas con las tremendas limitaciones de espacio que se les imponen o, en fin, que la exigencia de acomodar su lenguaje al de la mayoría termina implicando, inexorablemente, un empobrecimiento de los propios planteamientos que los coloca en los confines mismos de la trivialidad.

No hace ahora al caso reconstruir con detalle esta discusión (para la que, por añadidura, ni disponemos de espacio, ni es de actualidad, ni la comprendería el llamado gran público). Baste con señalar que a quienes argumentan así es probable que les asista una parte de razón, pero en modo alguno toda. El matiz de mi discrepancia con ellos -como ya dijera Manuel Sacristán, en el gusto por el matiz se reconoce al filósofo- pudiera hacerse pasar, en los tres argumentos, por el adjetivo o por el adverbio correspondiente, esto es, por el carácter fatal, inevitable, que aquéllos atribuyen a los mencionados condicionamientos o, si se prefiere cambiar el acento de sitio, por el margen de maniobra que ellos niegan y yo admito.

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Un dato avalaría esta ponderada actitud: para quienes se han acostumbrado a escribir en los periódicos las mencionadas limitaciones no constituyen un obstáculo insalvable que les impida regresar en el momento en que lo deseen al modo de pensar en que habían estado instalados anteriormente, ni que imposibilite que su reflexión pueda centrarse sobre los temas que más les preocuparon desde siempre. Por el contrario, lo más habitual es simultanear diversos registros teóricos, compatibilizar un tipo de discurso que tome pie en cuestiones o aspectos más próximos (o en todo caso, más fácilmente identificables) para el lector no especialista, con otro que arranque de un diseño o una conceptualización más elaborada. Con diferentes palabras, manejar una doble retórica que permita acomodar lenguaje, enfoque y tratamiento al cambiante interlocutor de cada caso.

Pero la cuestión de fondo, como se empezó a apuntar, acaso tenga que ver con otra cosa. Lo que tarde o temprano habría que terminar planteándose es si en ese trasiego entre retóricas -ya que es dudoso que, en tiempos de disolución, tenga sentido continuar hablando de géneros- algo relacionado con la sustancia misma del asunto se ve afectado. O, por aceptar el otro modo de enfocar las cosas, en qué medida aquellos condicionamientos, que tanto incomodan al reticente dibujan un cambio de escenario de una radicalidad tal que obliga a quien actúe en él a pensar de otra manera o incluso determina qué puede ser pensado y qué no.

La sospecha no carece de fundamento: acaso la percepción a la que nos referimos al principio empiece a entenderse desde aquí. Aquella necesidad que sentía el filósofo de intensificar el lenguaje, de subir la dosis de su expresividad, probablemente tenga que ver, más que con la exigencia de homologar terminologías, con la de homologar experiencias. O más simple: tal vez no se trate tan sólo de que sea capaz de hablar como los demás, sino de que sea capaz de hablar de las mismas cosas de las que los demás hablan. Y pudiera ser que fuera eso, o algo extremadamente parecido, lo que se le hace visible al filósofo cuando le toca dirigirse al lector sin rostro de los periódicos. Pudiera ser que en ese momento se le pusiera en primer plano la real naturaleza de los instrumentos con los que opera.

Porque el filósofo -dicho sea de paso, igual que el poeta, el narrador, el científico o cualquier otro profesional del espíritu- funda su discurso, constituye su objeto teórico, a partir de una específica selección previa de los aspectos de la realidad que va a encarar, lo que acaba provocando, como consecuencia no deseada, la de inhabilitarle o dejarle en muy precarias condiciones para decir algo en relación a experiencias distintas de las previamente seleccionadas. La dificultad para afrontar este desafío explicaría entonces su reacción, a veces desmesurada o excesiva en la forma. Habría que ser comprensivo al respecto: quizá, enfrentado a otras realidades, se le haya hecho dolorosamente patente al filósofo que sus viejas y nobles palabras, sus antiguas y entrañables categorías, se habían transformado en inútiles cuchillos de madera.

Pero lo anterior en ningún caso pretende apuntalar argumentaciones derrotistas o abandonistas. Antes bien al contrario. Si algo debiera quedar claro es la imposibilidad de un cierto regreso. Perseverar en ese modo manso y monótono de conducirse por el lenguaje, de seguir dócilmente los resecos surcos de la terminología (en materia de expresión) o del tópico (en materia de pensamiento), por lo demás tan propios de los más rancios ambientes académicos, equivale en último término a dejar al mundo a su merced, huérfano de palabras que lo cuenten y de ideas que lo hagan habitable.

En definitiva, escribir en los periódicos es renunciar al confortable privilegio de la complicidad, abandonar la confianza, típicamente corporativa o gremial, en que basta con el simple guiño de ojo o el tacto de codos (el económico "tú ya me entiendes") para dejar saciada la curiosidad de nuestro interlocutor. De renuncia y abandono tales sólo cabe esperar beneficios: hay pérdidas que no son de lamentar. Ser resabiado es una forma como otra cualquiera de no saber. Estar al cabo de según qué calle es lo mismo que encontrarse en un callejón sin salida. Lo mejor, en cambio, que tienen las preguntas de los que conservan intacta su curiosidad es la limpia verticalidad, la ingenua desvergüenza con la que señalan aquello que les importa. Que suele ser, por cierto, lo que realmente importa.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona.

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