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Acariciémonos los frentes

LUIS DANIEL ISPIZUA Eso fue lo que le dijo Patxi a Nekane un atardecer en que la brisa les aterciopelaba la mirada y un picorcillo en el corazón amenazaba con extendérsele por la piel si antes ella no le ponía remedio. Agradecidos y placenteros, esos frentes no son, sin embargo, estos frentes. De ninguna manera, pues bien pudieron suspirar Patxi y Nekane -¡ay tu frontal!, ¡ay mi frontal!- mientras se daban sosiego, pero estos otros frentes hirsutos no pasan de ser eso: hisurtos, como cerdas de cepillo en el mejor de los casos. Es notable la capacidad que tiene el nacionalismo vasco para ocultar su viga en la paja del ojo ajeno. De la misma manera que la ideología nacionalista, de la que tanto se ufana, pasa a ser reprobable cuando se convierte en nacionalismo español, también los frentes les parecen un peligro después de que ellos previamente hayan constituido el suyo. Qué otra cosa fue, sino un frente, el celebrado acuerdo de Lizarra, o a qué demonios se refiere Garaikoetxea, sino a un frente, cuando exhorta a las fuerzas no nacionalistas a que acepten las decisiones de la mayoría. Que sepamos, ninguno de los partidos nacionalistas está en condiciones de proclamarse por sí solo mayoría. Sólo todos ellos, más o menos acordados, podrían tal vez arrogarse esa pretensión. El mismo Otegi, además de amenazarnos con un frente nacional-municipalista, hace votos para que el próximo Goobierno, aun sin ellos, sea de composición abertzale. Frente, por lo tanto, y más o menos esbozado, aquí solo hay uno: el frente nacionalista vasco. El resto es reacción de rechazo. Cuando se firmó el Acuerdo de Lizarra, yo lo comparé en una de estas mis columnas jónicas con una tanqueta. Fue tal el poderío desplegado entonces, tal la exhibición de porcentajes victoriosos, mayorías colmadas, siglas superlativas y mensajes arietes, que no sé por qué rayos se asombran de las respuestas que aquello haya podido suscitar. Tampoco entiendo de qué se maravillan ante el perfil que ha adoptado esta campaña. Cuando el marco que fija nuestra convivencia se declara agotado sin que se le ofrezca una alternativa razonable, el vacío creado se convierte en tema único de discusión y de chapoteo batracio. Reclamar después un descenso a lo concreto viene a ser una variante del célebre dicho de tirar la piedra y esconder la mano. Apabullar es un procedimiento infalible es sociedades tuteladas, pero un arma que se puede volver contra quien la utiliza en aquellas en las que existe un margen de reacción para la ciudadanía, por mínimo que sea. Las cuentas, los números, son importantes en una democracia, pero la calidad de ésta depende de otros matices. Si volvemos a las mayorías de Garaikoetxea, no nos resulta sorprendente que éste las esgrima con una dialéctica de imposición- aceptación. El nacionalismo ha hecho del país una autopista por la que transitar sin límite de velocidad, de ahí que esa dialéctica les resulte familiar. Pero ya nos dirá el señor Garaikoetxea qué país quiere construir si pretende que una mayoría tan pírrica y tan variopinta como la que le sale en sus cálculos tenga en cuenta a una minoría casi tan nutrida sólo para pedirle aceptación. A los nacionalistas siempre hay que aceptarles todo. Y no, en una democracia no sólo se acepta, sino que también se critica, se discute y se pelea para que las mayorías se inviertan. Es posible que el nivel dialéctico de esta campaña electoral no haya sido el deseable. Sin embargo, algo bueno se ha podido desprender de ella: que ese país plural del que tanto se habla es realmente plural, que hay voces distintas, formas diferentes de concebir el país que habitamos, y que nadie está dispuesto a admitir que no se le tome en consideración. En fin, votemos. Lo importante de estas elecciones no está en quién vaya a ganarlas, sino en que el resultado sea equilibrado, para que nadie se coma a nadie. Y para que a partir del día siguiente los frentes se besen, se achuchen, se soben, se deshagan. Como Patxi y Nekane. Y para que se discuta. Comme il faut.

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