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Prodigiosas sensaciones de campaña

Hace bastantes años, en tiempos de un general bajito y con bigote, había un espacio en televisión -en la única que había entonces- que se llamaba Reina por un día. En él, mujeres que escribían al programa para ser protagonistas del mismo veían cumplirse sus deseos, mientras eran agasajadas y recibían todo tipo de honores. Gentes sencillas que, de pronto, sentían que su existencia cambiaba, permitiéndoles experimentar por unas horas aquello que la vida normal les negaba. Como en aquél programa de cursi recuerdo, las campañas electorales nos han traído en los últimos años imágenes en las que algunas personas, los candidatos, experimentan importantes alteraciones en su quehacer diario, hasta el punto de llevar a cabo algunas de las actividades que forman parte de la cotidianidad del común de los mortales. Las elecciones en curso en el País Vasco no iban a ser menos y, así, nos han ofrecido la oportunidad de ver cómo los diferentes cabezas de cartel se transfiguraban hasta el punto de hacer cosas tan insólitas como comprar un manojo de puerros en el mercado, jugar al balón con unos niños en plena calle, personarse en la cadena de producción de una empresa, tomar unos vinos en la barra de un bar, o visitar a unos ancianos en un asilo. El catálogo de extravagantes ocupaciones que los candidatos quieren experimentar bajo los flases de los fotógrafos durante las campañas electorales, se amplía de año en año. Hace unos pocos días, oí en una emisora de radio el programa que los distintos candidatos iban a desarrollar a lo largo de la jornada como parte de la campaña. Y cuál no sería mi sorpresa al escuchar que uno de ellos iba a ocupar parte de su tiempo ¡viajando en metro! A este paso, acabarán formando normal parte de las actividades electorales comprar el periódico en un kiosko, conducir un automóvil, o asistir a un concierto. Hasta ahora, siempre había creído que esta forma de enfocar el marketing electoral por parte de las agencias publicitarias respondía al intento de mostrar a los políticos como seres capaces de hacer las mismas cosas que el resto de los mortales, transmitiendo así una imagen de cercanía. Sin embargo, la insistencia en llevar a cabo actividades tan normales presentándolas como extraordinarias, me lleva a pensar que estaba equivocado. Es posible, digo yo, que las cosas sean de otra manera y que en realidad las campañas constituyan el marco que algunos políticos aprovechan de forma encubierta para experimentar sensaciones y estímulos nuevos. Me imagino, así, la satisfacción producida al entrar en la panadería y pagar una barra de pan con monedas, sin recurrir a la tarjeta de crédito, o la emoción contenida al ver llegar el metro a la estación y sentir los empujones del personal, dejando por un rato aparcado el coche oficial. Vistas así las cosas, deberíamos ser más comprensivos y no pensar tantas veces eso de ¿creerán que somos tontos? al ver a nuestros candidatos sonriendo en la pescadería o en la cola del autobús. Como en aquel programa de televisión, nuestros políticos necesitan también de vez en cuando sentirse ciudadanos corrientes, comunes, por unos días. De ahí que aprovechen con tanta aplicación las oportunidades que brinda el moderno marketing electoral. A fin de cuentas, cuando acabe la campaña las cosas volverán de nuevo a su sitio. A algunos les quedará el consuelo de no salir elegidos, pudiendo así disfrutar sin límites las sensaciones de la cotidianidad que vive la mayoría. Los que por el contrario se hayan hecho merecedores del respaldo popular tendrán que esperar otros cuatro años para montarse en el metro o comprar en el mercado. Perra vida.

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