Una avalancha
Antes de que comenzara a tocarlo, la sola visión del programa al que iba a enfrentarse Anatol Ugorski daba casi miedo: miles de notas concentradas en seis obras de unas exigencias técnicas temibles. Su propuesta parecía no sólo más propia de esos recitales interminables de principios de siglo (con dos descansos preceptivos), sino también completamente al margen de lo que suele escucharse hoy día en las salas de concierto. Dos horas y media después, sin especiales síntomas de fatiga y coronada la cima de su particular Everest, Ugorski vio premiados calurosamente su derroche físico y su valentía. El pianista ruso falló notas, pero lo contrario hubiera provocado tanta o más sorpresa que lo insólito de su hazaña. Lo verdaderamente importante es que arriesgó en la elección de las obras y en su manera de afrontarlas. Inició su recital con una página muy infrecuente, la transcripción para la mano izquierda de la Chacona para violín solo de Bach realizada por Johannes Brahms, y lo cerró con una obra de repertorio, los Cuadros de una exposición de Mussorgski. Entre ambas, la imponente Fantasía Wanderer de Schubert, dos Sonatas de Scriabin y El sacristán, una de las aves que integran el fascinante Catálogo de pájaros de Messiaen. Quizás no haya mucha lógica en el engarce entre unas y otras obras, pero Ugorski supo crear un mundo propio en cada una de ellas: a partir de ahí, era el público quien había de realizar un esfuerzo adicional para conseguir habitar plenamente uno tras otro.
Anatol Ugorski
Anatol Ugorski, piano. Obras de Brahms, Schubert, Scriabin, Messiaen y Mussorsky. III Ciclo de Grandes Intérpretes. Auditorio Nacional. Madrid, 20 de octubre
Ugorski gusta de dirigirse mientras toca: si tuviera una tercera mano, empuñaría con ella la batuta de buen grado. Sin ese prodigio, apaga el sonido con ambas manos en el aire antes de soltar el pedal o dibuja el vuelo de una frase con una mano fugazmente alejada del teclado. Su pulsación exhibe una variedad asombrosa, como quedó especialmente de relieve en la pieza de Messiaen, en la que sus dedos cayeron sobre las teclas desde todos los ángulos posibles, sin por ello descuidar un ápice la exactitud rítmica intrínseca a cualquier aproximación a esta música.
Subjetivo
Más subjetivo fue su Scriabin, que sonó como un Chopin febril y desaforado. O su Mussorgski, plenamente desvinculado de esa doble personalidad que lo acompaña desde que Ravel hiciera suyos los Cuadros y que tanto ha calado en nuestros oídos. Ugorski ve la obra como un anticipo del piano moderno y acentúa hasta el linde de la distorsión sus contrastes dinámicos y sus diseños rítmicos, implacablemente traducidos en La cabaña de Baba-Yaga. Nada que ver, por ejemplo, con la visión más tradicional y domesticada de Pogorelich, por citar una versión que ha sonado recientemente en esta misma sala. La Fantasía Wanderer vivió sumida en constantes altibajos, fruto de la rotundidad sonora que Ugorski quiso imprimir a ciertos pasajes. Pero el desarrollo de la primera sección, el comienzo de la fuga o algunos pasajes líricos dejaron constancia de la gran versión que Ugorski atesora entre sus dedos, aunque sea el suyo un Schubert arisco y nada convencional. Su Chacona fue, sin embargo, un ejercicio de control, de dominio arquitectónico, hasta tal punto que su mano derecha, libre como estaba ahora para dirigir, se mantuvo casi en todo momento calma y pensativa. Los genios son siempre imprevisibles.
Babelia
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