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Gran implosión en la aldea global

Jesús Ferrero

Idea en decadencia, casi desfasada, la guerra sólo va a ser posible en las periferias, dicen los buenos agoreros. Se olvidan del terrorismo, de la guerrilla urbana, de la proliferación de policías privadas, de los rencores étnicos, y de las nuevas y complejas formas de control, inéditas hasta ahora, que ya presiden nuestras vidas. Algo está cambiando desde hace tiempo en todo el planeta, quizá porque la humanidad está pasando de la explosión a la implosión. Las guerras no han cesado, simplemente se han hecho más próximas, más cotidianas y hasta más despiadadas. Justamente debido a la implosión, las nuevas guerras podrían ser civiles, como vaticinó Enzenaberger, obligadas a desarrollarse en espacios mínimos y con víctimas sobre todo civiles, como viene pasando desde hace décadas.

Ocurre sin embargo que la nostalgia de la tribu que ya ha empezado a invadir, incluso, el nuevo y blandísimo pensamiento francés, es el peor refugio que nos va a deparar un futuro de implosión, pues es la nostalgia que más favorece, a la corta y a la larga, la lucha cuerpo a cuerpo, casa a casa, ojo a ojo, diente a diente, en espacios tan exiguos como inflamables.

Francia está en pleno proceso de implosión, como España y otros países europeos. Y al estallar hacia adentro, cada tribu establece su propio juego y un rígido sistema defensivo basado casi siempre en la nostalgia. E1 98 y la pérdida de la última colonia supuso ya para España un primer momento de implosión: desaparecida la última prueba de la expansión, el país estallaba hacia adentro provocando dos movimientos contrarios e igualmente invencionistas: por un lado la búsqueda de raíces comunes para lo español, y por otro la proliferación de nacionalismos e ideologías tribales. No sólo implosionaba la península, también implosionaban sus diferentes territorios.

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Pero volvamos a Francia: ahora regresa más que nunca la nostalgia por lo francés y el presunto reencuentro con una intimidad perdida. Enfrentada a enormes bolsas de emigrantes mal digeridos y ahora en el paro, enfrentada a un París que tiende a ser una ciudad cada vez más ajena a sí misma, Francia ha decidido reencontrar su calor del pasado, sus pequeñas cosas y sus magdalenas proustianas. Es uno de los efectos de su implosión. Todorov ya iba por ahí en E1 hombre desplazado. Ante el miedo a lo ajeno, el refugio en los pequeños placeres cotidianos, sobre todo si son genuinamente franceses y hasta genuinamente parisinos, como si en el París de ahora mismo ya fuese sólo genuino lo francés. ¿Y lo magrebí no es genuino? ¿Y lo judío? ¿Y lo polaco? ¿Y lo checo? ¿Y lo chino? ¿Y lo vietnamita? En el París de ahora o bien todo es genuino o nada lo es. Y al hablar de París podría hablar también de Londres o de Madrid.

Al igual que en Francia, pero de una manera más retorcida y más asentada en la tradición, la última implosión de España, que estamos viviendo ahora y que tiene algo de eco desafinado del 98, ha provocado, además de un tibio redescubrimiento de lo presuntamente español, una cadena de implosiones periféricas que se perciben hasta en Andalucía. Ya casi nadie emigra de ninguna parte: cesó la expansión, incluso la expansión forzosa. Comienza la implosión: las sociedades estallan hacia adentro, resurgen odios tribales y el efecto se extiende miméticamente...

Pero no nos pongamos pesimistas. Puede que la creciente cibernetización del planeta sea de momento el resultado más positivo de la implosión, ya que la cibernética está creando, por primera vez en la historia, algo que recuerda vagamente lo que Teilhard de Chardin se atrevió a llamar Noosfera y que, en términos planetarios, ocuparía el mismo lugar que la fina película de la conciencia en nuestro cerebro. A través de esa Noosfera (o esfera de la conciencia y por lo tanto de todo lo que se puede ver, de todo lo que ha aflorado hasta esa esfera, malo o bueno, residual o sustancial) el hombre podría llegar alguna vez a adueñarse un poco más de su propio abismo. Para Teilhard de Chardin, la humanidad alcanzaría su punto óptimo a través de un hondo proceso de implosión y no de explosión: de concentración en sí misma y no de dispersión. Es decir: a través de una inmersión completa en el proyecto humano y de una gran concentración de conciencia.

Por descontado que en esos textos de iluminado superlativo Chardin está hablando del punto más álgido del proceso, y basta con mirar a nuestro alrededor para saber que estamos lejos de un momento tan definitivo. Pero sí que empezamos a notar por todas partes la implosión: la concentración de conciencias y de cuerpos, la concentración de todo. La explosión de la especie se dirige ahora hacia su interior, como una gran molécula que, desde su superficie, proyectase átomos sutilísimos hacia su núcleo.

Al concentrarnos cada vez más, estamos obligados a crear sistemas de comunicación más sutiles, más complejos y a la vez más directos: la concentración-implosión genera la necesidad de una especie de cerebro común. Las redes informáticas suponen ya el embrión, tosco e indeciso, de algo parecido a una Noosfera que quizá no hubiese aparecido de no haber llegado a un primer estadio de clara implosión, de clara concentración humana, y supone la primera manifestación, tan caótica como banal, tan contradictoria como engañosa (pero por algo se empieza) de una especie de "espíritu de la colmena". Y qué duda cabe que habrá grandes luchas por conquistar espacios en la Noosfera cibernética; ya las está habiendo. Y es que debido al efecto implosión ya estamos viviendo los días en que cierta política virtual está determinando lo que ocurre en áreas bien complejas de la política manifiesta. Lo virtual se anticipa a lo real: lo virtual determina lo real. Es un claro efecto de la implosión, de la concentración de carne y conciencia.

Ojalá las guerras futuras fueran exclusivamente hipotéticas y sólo se desarrollasen en el espacio virtual. Todo esto es soñar, naturalmente. La intuición nos dice que esta gran implosión, que en el fondo acaba de empezar, va a crear remolinos humanos bastante abismales, así como nuevas formas de ferocidad. Pero qué duda cabe que la naciente Noosfera puede ser determinante en el desarrollo de las nuevas sociedades, cada vez más hijas de la implosión. Abrirse a esa Noosfera y conocerla a fondo puede ser una forma de hacer más comprensible y menos dolorosa esa ya iniciada y vasta explosión interior de la especie humana, que si ha de enfrentarse a algún abismo debiera de ser solamente al provocado por el paroxismo de su propia conciencia planetaria. Una conciencia que está muy lejos de crearse, a pesar de los siglos de humanismo, de las religiones y de las teorías más o menos unitarias sobre el hombre. Da la impresión de que el hombre fuera el mamífero más adicto al canibalismo, real o simbólico, y que su gran capacidad de procreación y dominio sobre otras especies estuviera en relación directa con su propensión a la matanza de sus semejantes, convertidos por decreto injustificable en diferentes y por lo tanto en exterminables. Debido a ello, luchar por la creación de una conciencia específica del hombre es seguir el efecto mismo de la implosión sin oponerse a ella y es también evitar muchos derramamientos de sangre. En la gran escalada de las diferencias provocadas por el miedo que genera la implosión, igual ha llegado el momento de plantearse una vez más un problema básico que hunde sus raíces en las épocas más sacrificiales de la humanidad: crear diferencias, avivarlas y explotarlas, se reduce, en términos antropológicos, a crear individuos susceptibles de convertirse en víctimas propiciatorias. Por definición, el sacrificado es siempre el otro, hasta en los casos de suicidio, donde el sujeto se parte trágicamente en dos. Y puede ocurrir que, ante el efecto implosión cada vez más acusado, haya organizaciones humanas que tiendan a partirse en dos o en más, al no encontrar un otro suficientemente diferente, suficientemente expiatorio, a su alrededor. Puede ocurrir y ocurre. Desde antes de la Gran Guerra, Europa es la historia de una implosión intermitente para la que debiéramos estar bastante más preparados.

Jesús Ferrero es escritor.

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