La fuga
Los vecinos de Malasaña miran a las alturas, escrutan con avidez el firmamento y los espacios meteorológicos de la televisión, consultan el almanaque zaragozano o prenden cirios a santa Bárbara, esta vez para que truene, diluvie, hiele y nieve el sufrido pavimento de sus calles y plazas, para que el viento y el agua limpien la mugre acumulada durante meses de bonanza climatológica, para que la furia desatada de los elementos disperse a las turbas adolescentes que acamparon y campearon, eufóricas y alcohólicas, en las aceras de este barrio irredento de muros tatuados, confusos anagramas, turbios grafismos sin pretensiones que rubrican la confusa y turbia identidad de sus autores, reforzada por la ingestión comunitaria de nauseabundos brebajes etílicos y dudosas pastillas. Menores de edad, marginados, por sus pocos años o por sus cortos medios, de los bares y los pubs, los noctámbulos neófitos toman las encrucijadas y las plazas para celebrar en corro sus ritos iniciáticos de madrugada.
Son sucios y alborotadores pero menos violentos de lo que cuentan las crónicas policiales y las páginas de sucesos, que a veces amplían las fronteras de Malasaña para que quepan entre ellas más incidentes violentos y se perpetúe la leyenda negra que acompaña desde sus orígenes a este barrio irredento, lejos de Dios y a dos pasos de la Puerta del Sol.
Las inclemencias climatológicas y el retorno a las pautas escolares mermará considerablemente el número de invasores nocturnos en los fines de semana de Malasaña. La dispersión de la horda será un alivio para la mayor parte de los residentes de la zona.
Aunque sus rostros inescrutables no dejen traslucir la contrariedad, sólo les echarán de menos los tenderos orientales de las presuntas tiendas de "frutos secos" que venden alcohol barato toda la noche sin exigir el carné de identidad a sus clientes.
Poco a poco y subrepticiamente, este tipo de establecimientos han ido ocupando los huecos dejados por los pequeños comercios tradicionales, arruinados por la competencia abrumadora de las grandes superficies y de las franquicias internacionales: ultramarinos y coloniales, tejidos y confecciones, droguerías y perfumerías, librerías y papelerías, fruterías y verdulerías. Hace unos meses, la piqueta se llevó la secular e histórica Tahona del Mico, testigo de la vida cotidiana de este asendereado barrio desde sus turbulentos orígenes.
Los tenderos orientales, inmigrados al borde de la clandestinidad, esclavos de mafias étnicas, víctimas del desarraigo y la explotación, concitan las iras de los vecinos, la indignación de los comerciantes tradicionales y de los dueños de los bares nocturnos. Agazapados en sus cuchitriles, hombres y mujeres de ojos rasgados y cuerpos escuetos se escudan en sus rudimentarios conocimientos del idioma. Callan y sonríen, por ejemplo, ante las cámaras inquisitivas de Telemadrid que recogen los ecos desabridos de los comentarios de los vecinos que les señalan como cómplices y coautores de la degradación de su barrio.
Más víctimas que culpables, hombres de paja y cabezas de turco, los tenderos orientales resisten aferrados a sus cajas registradoras y cuentan de madrugada las monedas que podrían liberarlos de su cautiverio, forasteros en una tierra extraña, chivos expiatorios, víctimas propiciatorias de la cólera de un barrio insomne y alterado. Antes de que las tiendas de "frutos secos" se enquistaran en las grietas dejadas por los arrumbados comercios tradicionales, algunas tiendas de comestibles de toda la vida trataron de sobrevivir mediante las mismas prácticas comerciales ofertando litronas a bajo precio, horarios prolongados y vista gorda sobre la edad de los clientes.
La rapacidad, objeto de todas las críticas, de estas aves migratorias que han anidado en Malasaña, no es muy distinta de la que mostraron sus ancestros españoles, los pequeños tenderos emigrados de otras regiones que empezaron como aprendices sin sueldo, luego repartidores a domicilio por las propinas y, más tarde, minúsculos propietarios de mezquinos tenduchos siempre sobre el filo de la navaja.
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