La ceguera del poderROSA REGÀS
Hasta hace muy pocos años no existía la menor conciencia ecológica. Como mucho, había ciudadanos que tenían cierto interés personal en que la ciudad, el pueblo y el campo estuvieran limpios, procuraban no dejar escombros en los bosques, papeles en la vía pública y botellas y botes a la orilla de los caminos. En cuanto a nuestras autoridades, carecían en absoluto del sentido de conservación del entorno y de los peligros que comporta la construcción de las grandes obras que se edifican con carácter de urgencia con la justificación de que son necesarias para solucionar los problemas que plantean las aglomeraciones urbanas, pero sin tener en cuenta lo que suponen de deterioro para el medio ambiente. Así, nos encontramos con que buena parte de las urbanizaciones que se construyeron en los sesenta y setenta tenían servicios precarios y la mayoría de las obras mastodónticas y de las fábricas se instalaron en cualquier parte sin las mínimas garantías de seguridad para el entorno. Todavía hoy, nuestras ínclitas compañías de suministros eléctricos y telefónicos se permiten mantener moños de hilos, y a veces cables, colgados de las fachadas de las viviendas o atravesando la vía publica a la altura del primer piso, e incluso horadando cuando conviene dinteles y columnatas. Y es que el llamado progreso, el progreso que tantas veces justifica la chapuza y la codicia de constructores y de gobernantes, pasaba por delante de la conservación del entorno, que se consideraba la reivindicación de unos pocos románticos amantes de la naturaleza, cuando no unos revolucionarios que se oponían al progreso. Con este criterio se arrasaron y se siguen arrasando paisajes, playas, bosques y campos, vaciando ríos y estableciendo vertederos en tierras fértiles, machacando con carreteras parajes de los que desaparece la fauna y construyendo autopistas sin tener en cuenta vaguadas o valles, y la necesidad de luchar contra los incendios se limitó y se sigue limitando a la visita de rigor de las autoridades tras la catástrofe para acallar las protestas y exigencias de los damnificados. Durante 20 años se ha estado construyendo no ya sin un mínimo sentido estético, sino, me atrevería a decir, tampoco ético y racional, ya que racional y ética debería ser la actitud de los departamentos pertinentes al conceder los permisos: racional para tener en cuenta que el crecimiento tiene un límite a partir del cual se malbaratan y destruyen las fuentes de riqueza que han de sustentarlo, y ética para que, en aras de esa racionalidad, no se autoricen bajo ningún tipo de presiones políticas ni económicas lo que no se pueda construir sin los exigidos requisitos de seguridad para el ambiente y para los ciudadanos. Pero si cada día somos más los que defendemos el entorno y denunciamos las agresiones que se cometen contra él, los gobernantes en cambio se siguen rigiendo por los criterios de hace 20 años o más y por el mismo modo autoritario de aplicar las soluciones. Y esto es así porque los políticos, que son los dueños de nuestro destino, siguen siendo los mismos de entonces, aunque los tiempos y los problemas han cambiado. El ejemplo más cercano lo tenemos en la lucha entre dos fracciones de CiU, enfrentadas recientemente por una diferencia a la hora de calibrar lo que es necesario para el progreso y la legalidad en la aplicación de los caminos elegidos. Con un precipitado decreto de utilidad pública, la Generalitat ha defendido la necesidad de una línea de alta tensión que ENHER pretende construir a través del macizo de las Gavarres, entre Juià y Santa Cristina de Aro, que garantice el suministro eléctrico a la Costa Brava. Contra este decreto se levantan dos ayuntamientos de la zona, los de Llagostera y Cassà de la Selva, también de CiU, así como multitud de vecinos y de propietarios unidos en una coordinadora antilínea, a los que de forma forzosa y con carácter de urgencia se les han expropiado los terrenos. Los ayuntamientos y la coordinadora afirman que la línea supone un peligro de incendios y un gran impacto ambiental. Además, dicen los ayuntamientos, ENHER no ha solicitado las correspondientes autorizaciones municipales para su construcción ni para la de las 78 torres de alta tensión, las expropiaciones se han llevado a cabo precipitadamente y de forma ilegal, y no se ha tenido en cuenta ni su opinión ni otras soluciones alternativas menos gravosas para el medio ambiente. A esas protestas la Generalitat ha respondido con el envío de los Mossos d"Esquadra, que han desbaratado a su modo los intentos de los vecinos por paralizar las obras y han practicado detenciones. Como en los viejos tiempos. Aunque los ayuntamientos han emprendido acciones legales contra ENHER, la Generalitat opina que los permisos municipales no son necesarios y mantiene a los Mossos, y no falta quien diga que no sólo por defender la línea, sino también a ENHER y la superestación que pretende construir antes de que se produzca la futura liberalización del sector eléctrico. Lo que es cierto es que sólo los vecinos y los ayuntamientos han tenido en cuenta la agresión ecológica que la línea puede suponer a lo largo de todo el recorrido. La Generalitat, en este sentido, ni siquiera ha aportado ni desestimado otras opciones, aunque sólo fuera para demostrar que su opción era la menos agresiva. Por el contrario, la precipitación con que se ha iniciado la obra, la falta de información a los ayuntamientos y la negativa a establecer una mesa de negociación como reclaman los perjudicados, parecen dar la razón a los ayuntamientos y a los vecinos, que las entienden como una forma de sorprenderlos para que no les diera tiempo a defender sus intereses. Un enfrentamiento como éste podría achacarse a que el criterio sobre la legalidad y el progreso de la Generalitat es distinto del criterio de legalidad y progreso que defienden esos ayuntamientos. Lo cual, siendo cierto, no es la verdad completa, porque lo que ocurre es que son criterios que pertenecen a dos épocas distintas, y el modo de aplicarlos, a la más antigua. El equipo de la Generalitat tiene la misma sensibilidad por los problemas ecológicos que tenía hace 18 años. Que se resquebraje el consenso político de un partido porque su líder aparte a posibles competidores que un día podrían ser su sucesor, o porque los ejes de su patriótica doctrina se tambaleen, es grave, pero mucho más lo es que ocurra porque la vieja guardia carece de sensibilidad para unos problemas que son prioritarios para las jóvenes generaciones del partido y de los votantes atentos a ellos. Y es que un gobernante que permanece en el poder tanto tiempo, no tiene más remedio que haberse aferrado a su concepción de la política, del mundo y de la vida y haberse quedado al margen de los nuevos problemas que los tiempos plantean. Un gobernante tendría que comprenderlo y tener la consideración, ya que la Constitución no lo prevé, de no permanecer en el poder más tiempo del necesario, que en general no pasa de dos o tres mandatos, porque todos saben que el desgaste del poder es superior incluso al desgaste de la edad, y el empecinamiento en sus propios presupuestos se agiganta cuando acumula sobre sus espaldas un periodo electoral tras otro. Del mismo modo que los padres acaban no entendiendo los problemas de sus hijos más jóvenes, del mismo modo que el arte, la técnica, los inventos y la concepción del mundo se renuevan, del mismo modo que las estaciones se suceden para repetir cada año el ciclo de la naturaleza, así ocurre con los problemas y con las ideas: tienen su nacimiento, su desarrollo, su resolución y su muerte, al tiempo que son sustituidas por otros. Y no hay gobernante en la historia de la humanidad que haya sabido evolucionar a su ritmo ni mantener la perspicacia y la sabiduría durante tanto tiempo, sin repetirse, sin evitar que se instale a su alrededor un clima y una situación real de inmovilismo que esconde, lo reconozca o no, sumisión, falta de ideas y aburrimiento, cuando no corrupción. Y lo que es peor, aplicando día tras día y año tras año remedios y métodos antiguos a los problemas nuevos.
Rosa Regàs es escritora.
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