De la España bruta (y III)
Un rabo por desollar acerca del sadismo nacional-zoológico se nos iba quedando en el tintero de esta pequeña pero penosa serie. Se trata de una suprema atrocidad, un tanto emparentada con esos casos que leemos con subiente frecuencia y en los que cualquier perro feroz, entrenado para ello, se abalanza sobre quien le viene en gana y destroza a una criatura o mata a una mujer, como en el reciente caso canario. En esta ocasión los preparadores han ido a la cárcel, aunque quién sabe si van a estar en ella durante tres días, tres meses, tres años, o los que le vengan en gusto a la actual y reconocida blandura de los jueces. Presencié como un amigo gaditano salía de noche con su perrazo, a ver, paseo aparte, a cuantos gatos vagabundos sacrificaba sobre la marcha: precioso safari. Mas aquella noche, el querido canecillo se dio con la horma de su zapato; con tal furia le hizo frente una gata (no mayor que su cabeza y acosada por él en el barrio de Santa María) que el Goliat terminó pensándoselo, luego de cobrar en el hocico varios vistosos gañafones, y David, la vencedora, aprovechó para escabullirse bajo un coche donde ya no pudieron alcanzarla los colmillos de aquella alhaja doméstica. Pero, ya quedó dicho, lo que viene ahora es harina de otro costal, de igual orden de cosas pero distinta y llevada a términos que sería un insulto para el deporte llamarlos deportivos. Se trata de las peleas de perros. Prohibidas oficialmente, se practican sin embargo bajo cuerda, sobre todo en cuatro ciudades españolas, una de las cuales es, por desgracia, Sevilla. En muy recientes imágenes televisivas (de las que no soporté más que unos cuantos minutos), algún que otro niño presenciaba la carnicería canina, quizá para irlos curtiendo en una mentalidad agresiva y viril, tal como en los Estados Unidos adiestran sus padres a muchos niños con armas de fuego, con el agradable resultado de matanzas escolares que todos conocemos: una auténtica y ejemplar garantía hacia un mundo venideramente mejor. Para colmo, cierto entrenador de los perros, mientras presenciaba en vídeo una de esas peleas de sus pupilos, explicaba bondadosamente a su audiencia de televisión que a él mismo le ponía los pelos de punta lo que estaba viendo, como si no fuera uno de los mantenedores del jueguecillo, qué cosa. Pero nada de eso debía ya extrañarnos demasiado, luego de haber visto la película Tesis, de Alejandro Amenábar, presentadora de lentas torturas humanas hasta la muerte, bebés incluidos, y cuyos vídeos se comercializan en Amsterdan generalmente entre personas de alto nivel económico. También empezarían (indeseablemente) a dejar de asombrarnos los malos tratos a mujeres, tratos que no dan en la trena con los delincuentes hasta que la mujer ha muerto, o casi, a manos de su anunciado verdugo. Claro que no todo es malo en este mundo, pero ni la prolongación de la esperanza de vida (occidental) ni volar de Europa a América en cinco horas, ni el que anden ya en coche hasta los gansos, significan gran cosa: cuando Borges habla de "justo pesimismo" y Voltaire de que el hombre es la peor de las bestias, tienen, como se dice, más razón que un santo. Aunque nunca quisieron serlo.
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