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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Descubrir los secretos de Richter

Jesús Ruiz Mantilla

Las notas de la Sonata 960 de Schubert, melancólicas, al ritmo de quien sabe gozar de la música, no exhibirla como un monstruo de feria, abren y cierran el excepcional documental sobre la vida de Sviatoslav Richter (1915-1997), para muchos el pianista más grande del siglo, cuya segunda parte emite hoy (1.24) el espacio de Canal+ Música noche, que dirige Juan Ángel Vela del Campo. Para los entendidos en los laberintos de las teclas, Richter es de sobra conocido, pero para los profanos, ésta es una oportunidad única para adentrarse en la vida de un músico, un artista y un hombre excepcional, un auténtico genio que echa por tierra el perfil del pianista caprichoso que tanto se ha dado a lo largo de la historia. Da gusto verle contar con toda humildad cómo nunca consiguió penetrar en el espíritu de Mozart o reivindicar la música de Schubert, quizás una de las mayores glorias de su repertorio, con la simple afirmación de que la tocaba porque le gustaba, a pesar de lo que dijera Glenn Gould. Precisamente, este pianista, que ha pasado a la historia como heterodoxo, también aparece en el reportaje admitiendo que no era muy amigo del compositor romántico austriaco hasta que le escuchó de la mano de su colega ruso. "Estuve en trance, hipnotizado", admite el canadiense.

Richter, ya viejo, agotado, poco antes de morir, desmenuza su vida ante la cámara de Bruno Monsaingeon desde que tenía uso de razón. Comenta sus años en la URSS, sus relaciones con compositores de la talla de Prokófiev, su admirado Shostakóvich o su amigo Benjamin Britten; con músicos como el violonchelista Mstislav Rostropóvich, el violinista David Ostraj o el director Herbert von Karajan.

Descubrimos la figura de un espíritu libre, al que obligaron a tocar en el funeral de Stalin, adonde tuvo que acudir jugándose la vida. Un músico irrepetible que empezó a salir fuera de los países de la órbita soviética porque cada vez que las autoridades de su país viajaban la primera pregunta que se les hacía era "¿Cuándo vamos a poder escuchar a Richter?". Su fama atravesaba telones de acero y tuvo que ser el mismo Jruschov quien decidiera dejarle salir.

Su primer destino fue Nueva York, en el año 1960, el Carnegie Hall. En Estados Unidos le escucharía Arthur Rubinstein, ya mito del piano, quien reconocería que Richter le hizo llorar con tres piezas de Ravel. Después llegaría a Francia, Italia, Japón, Berlín Occidental. Su reconocimiento mundial, la confirmación de que realmente era un genio y él sin acabar de convencerse, empeñado en tocar en escuelas, lugares pequeños, improvisar programas porque le molestaba que los grandes auditorios tuvieran que contratar con tanta antelación: "¿Por qué no puedo tocar pasado mañana? ¿Qué va a ser de mí dentro de tres años?", aducía. Y su miedo a elegir los pianos con los que actúa, su afición por cancelar conciertos -el último recital que ofreció en Madrid lo había cancelado dos veces-, sus métodos de estudio, sus ensayos, su interpretación de Liszt en la película Glinka, de 1954, su mentón salido, sus manos vigorosas, sus manías de persona normal, que en un mundo de perros verdes le convertían en un ser excepcional.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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