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El gran Satán

Preguntaba en estos días un ministro iraquí, hablando de los Estados Unidos: "¿Por qué se empeñan en ser odiados por el mundo entero?". La pregunta -si les llegó su eco- debió dejar pasmados de asombro a los norteamericanos. Porque su imperio, a diferencia de todos los que le han precedido en la historia, siempre quiso ser amado. Y creyó serlo. Y, en cierto modo, lo era. Si no exactamente amor, el Imperio Americano suscitaba por lo menos admiración y respeto casi universales, incluso entre sus enemigos. Con la excepción natural, pero casi insignificante, de los primeros que sintieron su peso sin llegar a notar sus beneficios durante el siglo XIX: las tribus pielesrojas, la América recién independizada de España, la propia España, los cubanos y los filipinos.Los directamente afectados por la Declaración Monroe: "América para los americanos". En el resto del mundo, de Noruega a Ceilán, de Suráfrica al Japón, los Estados Unidos fueron considerados desde fines del siglo pasado y hasta mediados de éste como la encarnación del Bien sobre la tierra. Lo eran. Eran un país de asilo para todos (salvo para los negros), y una potencia liberadora y protectora frente a las demás viejas potencias opresoras: la Gran Gretaña, el Imperio Otomano, Rusia, Francia, Alemania, el Japón. A partir de la Segunda Guerra Mundial, tres cuartas partes del mundo creyeron deberles a los Estados Unidos (o en realidad les debían), su existencia, su libertad, y en ciertos casos su bienestar: Europa salvada de los nazis, Asia liberada de los japoneses, el mundo musulmán desembarazado de los británicos, el África negra descolonizada, el recién nacido Estado judío de Israel defendido de sus vecinos árabes. Y todos ellos, por añadidura, estaban protegidos de la amenaza de la Unión Soviética para el escudo militar y económico de los Estados Unidos. Ese amor, ese agradecimiento, ese respeto, eran en gran medida el resultado del imperialismo norteamericano, desde Woodrow Wilson hasta Harry Truman. El mismo imperialismo que denunciaban sus adversarios del bloque comunista, pero que, comparado con cualquiera de sus posibles rivales, constituía un mal menor. Al lado de lo que habían sido las viejas potencias coloniales europeas, de lo que habían intentado ser el Japón militarista o la Alemania nazi, y de lo que era la Unión Soviética stalinista, los Estados Unidos constituirían un imperio blando, e inclusive algo tonto, y en apariencia casi inofensiva. Lo denunciaban unos cuantos -el francés De Gaulle, los "no alineados" Nehru de la India, Chou en Lai de China, Tito de Yugoslavia y Sukarno de Indonesia-, pero sin demasiado éxito de crítica ni de público. Durante el medio siglo que duró la Guerra Fría, la actitud general del mundo ante el imperialismo americano se podría resumir en la anécdota del capitalista austriaco de ultraderecha que proclamaba su intención, en caso de guerra mundial, de enrolarse en las tropas soviéticas. Preguntado por qué, respondía: "Porque los americanos tratan mejor a los prisioneros de guerra". Pero con el derrumbe interno del bloque comunista se acabó la Guerra Fría. Ya no fue necesario escoger. No existiendo ya el riesgo de caer prisionero del Imperio del Mal, como lo llamaba el presidente Reagan, empezó a haber renuencias a seguir siendo vasallo del otro Imperio, aunque fuera el del Bien. (Y, de pasada, se descubrió que no trataba tan bien como se creía a sus prisioneros de guerra: que lo diga, si no, el pobre generalito panameño Noriega, cargado de cadenas y a quien los norteamericanos ni siquiera le pagan sus sueldos atrasados de agente de la CIA). Con lo cual, al orden "bipolar" no sucedió el Nuevo Orden americano anunciado por el presidente Bush, sino un gran desorden. Y en ese gran desorden se evaporó el amor por los Estados Unidos, y desaparecieron su autoridad y su prestigio. En muchos países hasta entonces aliados y amigos los sustituyó el odio. En Irán, por ejemplo, cuyos ayatolas islámicos llegaron al poder denunciado al "Gran Satán"; o en Irak, calcinado por la artificial Guerra del Golfo; o en la América Latina, donde el único dictador no sostenido por los gobiernos norteamericanos, sino enemigo de ellos, el cubano Fidel Castro, hoy es recibido en todas partes entre ovaciones. Ha desaparecido también el respeto: jefecillos de Estado insignificantes, como Milosevic de Serbia o al-Bashir de Sudán, o como los "señores de la guerra" de Somalia o el tiranuelo ex-comunista de Bielorrusia, desafían impunemente al Imperio. El Japón, Alemania, los amigos de Europa Occidental, se niegan a aceptar sus exigencias comerciales o financieras. El surafricano Nelson Mandela acaba de atreverse a algo que no osó ni el propio Lenin: rechazar la "ayuda económica" de los Estados Unidos. Los gobernantes chinos aceptan recibir la visita del presidente norteamericano, pero sólo bajo sus propias condiciones. Los secretarios de las Naciones Unidas se niegan a cumplir sin rechistar las instrucciones de Washington -o las cumplen rechistando-. Rusia, que vive de la limosna de los norteamericanos, les somete a su chantaje. India y Pakistán hacen, sin consultarles, lo que les da la gana. En las grandes conferencias internacionales -sobre armamento, sobre medio ambiente, sobre terrorismo, sobre drogras- incluso el dócil Canadá se permite levantarles la voz. Hasta la Gran Bretaña, que lleva cincuenta años mostrando ante su antigua colonia un servilismo a toda prueba, deja solo al gobierno norteamericano en temas como el de las minas anti-personales: vale más el recuerdo cursi de la "princesa del pueblo" que el peso de la "relación especial" anglosajona para la paz y la guerra. En cuanto a Israel, que vive y sobrevive gracias a la protección de los Estados Unidos, ya ni siquiera les consulta lo que se le ocurre hacer: simplemente manda. Y lo peor que le puede suceder a un "Gran Santán" tan odiado es verse reducido al triste predicamento de un "Tigre de Papel", como hace ya treinta años le llamó Mao Tsé Tung. Es por eso que ahora los Estados Unidos, a la menor oportunidad, lanzan bombardeos a troche y moche (los más recientes, contra Sudán y Afganistán): para ver si ya que no siguen siendo amados, ni respetados, por lo menos siguen siendo temidos. Como lo han sido todos los demás imperios de la historia.

Antonio Caballero es periodista.

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