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Fútbol

ENRIQUE MOCHALES Ese día gris las aceras estaban desiertas, a excepción de aquel matrimonio cuyo cónyuge masculino llevaba, codo empinado, una radio pegada a la oreja, en la que seguía el estridente recital del comentarista de fútbol. Entrañable estampa que me trajo a la memoria tiempos lejanos. A pesar de todo, contrastando con la poco poblada calle, en las puertas de los bares se apelotonaba una multitud que, como un solo individuo, coreaba al unísono un "¡aaaayyyy!", o un "¡goooool!", según se terciase. Yo me sentía un poco como en aquella película de ciencia ficción, donde los protagonistas caminaban disimulando por una ciudad repleta de extraterrestres, ladrones de cuerpos que habían robado el aspecto humano de la población, y cuya mente y comportamiento eran los de un solo ser. Finalmente llegué a la conclusión de que el zombi extraterrestre era yo, y no ellos. Cuando acabó el importante partido la calle comenzó a mostrar señales de vida. Sin embargo no deduje el resultado por las caras de los viandantes. Distraído que iba yo, no me fijé en lo que suele estar claro en el humor y los ojos de la gente. Creo que no es necesario apuntar que el fútbol no es lo mío. Cuando era niño, todos mis compañeros de clase (exceptuando las chicas) se sabían los jugadores de memoria, coleccionaban los cromos de sus ídolos, los tenían en póster, comentaban apasionadamente los partidos, defendiendo avanzadas y luminosas teorías sobre la razón de la victoria o la derrota, ensalzando las mejores jugadas, insultando al injusto árbitro. Yo, en aquellos momentos, me sentía menos varonil que ellos, menos compañero que ellos, me sabía extraño e intentaba solidarizarme repitiendo como un loro un comentario que había pillado al vuelo en alguna parte, algo ingenioso sobre el partido que había escuchado a los mayores en el autobús, para hacerme un hueco en la mayoría y ser igual; para ser normal. Pero en el fondo me reconocía marcado por la diferencia, por el estigma de la ignorancia en materia de fútbol, y eso me inquietaba. Con los años me di cuenta de que no saber de fútbol no era un crimen y comencé a pensar que era legítimo mantenerse al margen de un deporte que no me interesaba, y para el cual no estaba dotado, como pude comprobar en aquellas liguillas del recreo. Por eso, adulto ya, caminaba hacia mi cita, despistado e inocente aquella tarde nublada, ajeno al todo, mezclado con la riada de gente que salía del campo de fútbol después del trascendente partido. Entonces sucedió. Por su aspecto, nadie hubiera dicho que en aquél chaval hubiese nada raro. Con un empaque expectante me preguntó a grito pelado: "¿Cómo han quedado?". Yo le miré con cara de póker. Pensé que había dos posibles interpretaciones para aquella situación: o el chaval me estaba tomando el pelo, o yo estaba contactando en tercera fase con otro extraterrestre. Preso de cierto azoramiento, tras unos segundos de cavilante indecisión durante los cuales me sentí observado por otros viandantes que seguramente sabían el resultado, opté por proseguir mi camino y no decir nada para no meter la pata. El chaval pareció encogerse de culpa, como si con mi silencio le hubiera imputado el inexcusable crimen de no conocer una información vital para la supervivencia y el bienestar de todos. Al final volví la cabeza y musité un "no lo sé", avergonzado de no poder transmitirle la información. Hay una tangencia futbolística que nos une a todos, y que no podemos ni debemos ignorar. Me viene a la memoria el padre de un amigo, que después de sufrir un infarto cerebral quedó casi desprovisto del sentido del habla. Y digo casi, porque lo único que decía el hombre era: "¡Athleeeeetíííc!".

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