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Diseccionar la música

Elija una pieza de música, preferentemente clásica, escúchela con los ojos cerrados, intente tararearla, divídala en partes, cuente las frases o variaciones de la melodía en cada una de esas partes, dibuje vectores que representen dichas frases, trace en el aire esos dibujos y estará usted practicando la musicosofía. Así es como se denomina un método de interiorización de la música para el crecimiento espiritual que se inventó en 1979 en Sant Peter, en plena Selva Negra alemana. La profesora de la Escuela Internacional de Musicosofía Ana María Giandinoto impartió ayer dos talleres prácticos en el salón de grados de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Alicante, como experiencia piloto para un futuro taller semanal. La primera cita iniciática ha recibido una respuesta más bien fría. Una decena de estudiantes y personas ajenas a la Universidad se distribuyen en las butacas del salón de grados, dispuestas a descubrir lo que la música puede hacer por su vida interior. La pieza elegida por Giandinoto es la suite El amanecer, de Edward Grieg, interpretada por la filarmónica de Berlín bajo la batuta del maestro Karajan. Es una composición de aire bucólico que será diseccionada con la meticulosidad de un cirujano durante las próximas dos horas. Un atril con forma de lira y dos velas encendidas en sus extremos ayudan a crear el ambiente propicio, pese a que la luz solar que entra por las ventanas anula el efecto. En una pizarra, Giandinoto ha escrito los papeles que corresponden a cada uno de los personajes que intervienen en la transmisión de música: el compositor es el arquitecto, el intérprete el constructor y el oyente debe habitar en la casa construida entre ambos. "Si no escuchamos la música de un modo consciente, ésta nos acariciará, pero no llegará a colonizarnos", alecciona. Llega la primera fase de la invasión de las notas, es decir, la primera escucha, que debe hacerse con los ojos cerrados. Y tras ella, las impresiones que la melodía ha causado en los oyentes. "Es campestre", dice uno con acierto; "me suena a flujo, movimiento", valora una mujer enterrada en la butaca, mientras su compañera en la primera fila se lanza sin paracaídas y asegura asombrada que se ha imaginado a sí misma suspendida en un parapente. En una segunda escucha, los aspirantes a musicósofos deben discernir cuántos personajes intervienen en el pasaje. Los más imaginativos hablan de un diálogo entre dos personajes hasta que un tercero media con fuerza en la discusión. El más melómano encarna a esos personajes en instrumentos: los que dialogan son la flauta y el fagot y el que irrumpe un grupo de violines protestones. Hay que escuchar la suite de nuevo, esta vez para dividirla en partes. Se trata de delimitar las diversas escenas de la historia que la música nos narra. Los números no acaban aquí. Ahora toca contar, en nuevas escuchas de cada parte por separado, cuántas frases contiene la pieza o, como lo expresa Giandinoto en plan lírico, "cuántas veces respira la música". Se requiere una nueva audición para elaborar los gráficos que trazan la melorritmia de la pieza, es decir, los momentos en los que la música sube o baja, se recoge o se expande. Giandinoto dibuja en la pizarra vectores que indican estas direcciones musicales, como guía para el último ejercicio, consistente en dibujarlos en el aire, moviendo las manos al compás de la música. La musicosofía, tal y como la defiende Giandinoto, es "una forma terapéutica de ordenarnos interiormente y acercarnos a nuestro centro". Puede practicarse con todo tipo de música, aunque asegura que la clásica es la única que sirve para "despertarse y crecer". Finalizada la clase, los alumnos aseguran sentirse mucho más relajados que cuando entraron. Y surgen dos cuestiones. La primera, sobre la conveniencia de ordenar tan matemáticamente algo tan visceral e íntimo como la música. La segunda, si practicar musicoterapia en casa con un disco de death metal puede resultar peligroso para la salud... interior, naturalmente.

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