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Una Iglesia que da la espalda al futuro

¡Qué distinta la Iglesia que quería el papa Juan XXIII de la actual! Su apertura la dio el Concilio Vaticano II, que este Papa convocó por sorpresa y alentó sin temor. Pensó que había que abrir las ventanas para que entrase el "aire fresco" dentro de los muros de la Iglesia, porque era preciso "mirar al futuro". El Concilio vivió esa postura y quiso premiar a quien la había mantenido contra viento y marea de las rutinas eclesiásticas; pero la dominante Curia romana impidió que los 2.500 obispos de todo el mundo reunidos en Roma lo canonizasen por aclamación.El papa Roncalli repetía insistentemente que su política era no condenar, como se había hecho frecuentemente; sino sólo presentar renovado el mensaje del Evangelio puesto al día, "aggiornatto", decía. Y para ello el primer elemento que pretendió era que hubiese libertad dentro y fuera de esos cerrados muros. Sonaba otra vez la palabra de san Pablo cuando "respetaba con suma delicadeza la conciencia de cada hombre, no sintiéndose autorizado a condenarlo" (monseñor Straubinger, Espiritualidad bíblica). Y "no le pasaba siquiera por la imaginación arrojar fuera de la Iglesia a los que le criticaban; (...) y a los propagadores de doctrinas erróneas no los consideraba fuera de la comunidad cristiana, a pesar de sus errores" (J. L. McKenzie, Authority in the Church). Porque "no le miraban como un católico moderno mira a su propio obispo -y yo añadiría al Papa-: Pablo era parte de sus cristianos, y ellos eran parte de Pablo". Sus Cartas auténticas "en nada se parecen a decretos de un superior a sus súbditos, o a normas de un administrador a sus empleados; sino más bien a confidencias íntimas propias de los buenos amigos". Y la actuación de Pedro nada se parecía tampoco a la que "andando el tiempo adoptarían los pontífices romanos", sigue diciendo este gran biblista católico. Su discípulo, el Papa que le siguió, Pablo VI, empezó su pontificado asegurando que "la Iglesia se hace diálogo". Y que éste excluye "la condenación apriorística, la polémica ofensiva...; y su autoridad es intrínseca a la verdad que expone". Pero, ¿es esto lo que se ha desarrollado en los tiempos actuales tan regresivos en Roma, o más bien lo contrario?

Debería recordar Roma que el Concilio enseñó que "la dignidad humana requiere que el hombre actúe siempre según su conciencia y su libre elección". Y que debemos darnos cuenta de la distancia que mediaría entre esta apertura y la actitud que "los mensajeros" adoptasen. Los cristianos deben tener "conciencia de ello y combatirlo con máxima energía" (G. et S.). Esa apertura la tuvo la Iglesia primitiva, y perduró en la Edad Media la libertad de investigación y de palabra, sin temor a la novedad. Esto le llevó al pensador anglicano más profundo del siglo pasado, John Henry Newman, a hacerse católico y después ser nombrado cardenal, aunque estuvo en contra de la cerrada celebración del Concilio Vaticano I en ese siglo.

La historia bien leída es muy ilustrativa. Son muchos los papas que se equivocaron en cosas importantes; y fueron condenados por pontífices posteriores. Y lo mismo pasó con los concilios: unos rectificaban a otros.

El papa Liberio condenó equivocadamente en asuntos dogmáticos a san Atanasio, que la historia ha demostrado haber sido el campeón de la ortodoxia contra el error arriano. León II condenó a Honorio I, y fueron condenados Benedicto IX o Constantino II. La esclavitud, por ejemplo, sólo fue condenada por el papa Pío II en el siglo XV. Pero de poco sirvió, porque en el siglo posterior san Pío V tuvo 400 esclavos no cristianos a su servicio y, tras la batalla de Lepanto, le fueron regalados 500 más (J. Rovira. Una Iglesia preocupante). Y en esa línea habían defendido la esclavitud, antes que él, Alejandro II, Nicolás V, Inocencio VIII y Alejandro VI (Bermejo, S. J.: Church Conciliarity and Communion). El padre Bermejo, por haber escrito este libro, producto de sus investigaciones, fue castigado. Era un jesuita que había trabajado siempre en la India y publicado allí esta obra con censura eclesiástica favorable, tanto de la orden como del obispado.

El aborto, contra lo que se dice, había sido tolerado en la Iglesia por sus moralistas por las causas graves de nuestra actual ley. Se pensaba que hasta las seis semanas el feto no era humano, como muchos científicos y pensadores, católicos o no, piensan hoy. Y el celibato del clero latino no fue realidad hasta pasados varios siglos, y hoy el Vaticano II permite y alaba a los sacerdotes católicos casados de rito oriental. Y el sacerdocio de la mujer es considerado posible para muchos teólogos y escrituristas cristianos, que ven un caso de ello en el capítulo XIII de la epístola a los Romanos de san Pablo. ¿Dónde queda entonces la prohibición de hablar de todo ello, exigida abusivamente por la Santa Sede recientemente a los telólogos? ¿Tenemos que ser ovejas mudas los fieles, teólogos o no; y sólo seguidores ciegos del mando en la Iglesia sin atrevernos a pensar? ¿O sufrir calladamente la injusta persecución que los teólogos han padecido en este pontificado? ¿No deberíamos recordar que los condenados padres Congar, De Lubac o Daniélou, fueron nombrados los mejores asesores del Concilio y luego hechos cardenales? La persecución no termina en estos años, sino que arrecia, porque, entre otros muchos, seis buenos eclesiásticos, dedicados al estudio y enseñanza, han sido perseguidos y censurados: Küng y Curran, fuera de nuestra frontera, o Forcano, Castillo y Estrada, en nuestro país. Y sigue la persecución y freno dado a prestigiosas revistas como Familia Cristiana en Italia, que tira más de un millón de ejemplares; o alguna española que se le acaba de prohibir comentar las rígidas disposiciones de la Santa Sede con el mínimo sentido crítico, aunque sea respetuoso.

A Roma le está pasando lo que ya denunció en 1985 la revista de los jesuitas, Civiltá Cattolica: "El centralismo, triunfalismo y juridicismo en el gobierno eclesial", y el "autoritarismo burocrático anónimo", o el "servilismo", la "mentalidad cortesana", y la "pirámide eclesiástica", la "papolatría" y "el bizantismo aúlico".

Se ha olvidado que Juan XXIII dijo que "del contraste de las distintas opiniones nace siempre una nueva luz". Eso es lo que querríamos muchos católicos sencillos y teólogos antes de cortar todo intercambio de razones, sea sobre una ley del aborto, que, sin embargo, se permitió en Francia cuando se debatía una amplia ley del aborto. Y no se cortó la palabra al jesuita padre Ribes con ideas amplias pero razonadas. Hoy sería impensable esto.

Nuestros jerarcas eclesiásticos tendrían que pensar que lo que hoy les parece equivocado o inoportuno mañana puede ser aceptado, como ha pasado tantas veces en la Iglesia. Los errores han menudeado, como el teólogo Rahner recordó, y la revista Temoignage Chrétien enumeró decenas de ellos, que fueron de graves consecuencias para la aceptación del cristianismo por la gente que pensaba o era de otra cultura que la occidental.

E. Miret Magdalena es teólogo seglar.

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