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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Deporte contaminado

EL DOPAJE en la práctica deportiva profesional nunca ha dejado de estar de actualidad, pero en estos últimos meses su interés público se ha disparado. A los acontecimientos del último Tour de Francia se ha venido a añadir la reciente muerte, a los 38 años, de la atleta Florence Griffith, todavía en posesión de marcas mundiales de velocidad -en 100 y 200 metros- diez años después de haberlas conseguido y sospechosa de haber utilizado en su época productos dopantes, o el escándalo de la supuesta ocultación de positivos en el fútbol italiano. Y es que desde hace ya mucho tiempo el deporte de alta competición no es sólo ejercicio físico, entretenimiento o espectáculo; también es dinero, en ocasiones mucho dinero, y en consecuencia, campo abonado para el uso de sustancias que ayuden a conseguir las mejores prestaciones durante el mayor tiempo posible.Ante un problema que empieza a adquirir gran trascendencia social por su efecto demostración y por su extensión, conviene insistir en dos exigencias elementales: la competición deportiva debe ser limpia y justa y no se debe poner en peligro la salud de los deportistas. De ahí que muchas sustancias susceptibles de aumentar el rendimiento de los atletas, pero peligrosas para su salud o que alteren la equidad de la competición, deban ser prohibidas. Contra su adecuada persecución militan, sin embargo, no sólo los intereses económicos, sino la dispersión de normas y autoridades, por países y por especialidades. En una época de creciente internacionalización del deporte profesional, esa dispersión resulta anacrónica. La reglas emanadas de instituciones como el COI, con una probada autoridad en la materia, deberían servir para homogeneizar las legislaciones nacionales, de modo que una sustancia prohibida en un país no pueda ser legal al atravesar sus fronteras o al cambiar de disciplina deportiva.

A veces se argumenta que muchas de las sustancias consideradas ilegales no son peligrosas ni alteran la transparencia de la competición; serían productos de uso común vedados a los deportistas, cuando justamente a éstos se les exigen esfuerzos extraordinarios. Seguramente habrá que revisar la relación de fármacos prohibidos o, para algunos de ellos, los niveles más allá de los cuales su administración sea considerada como dopaje. Pero una vez depuradas las listas por un organismo internacional competente, se debería garantizar su persecución, incluyendo controles, reglados y por sorpresa, durante las competiciones y también en los entrenamientos; así como la petición de responsabilidades a entrenadores, médicos o directivos que se hayan involucrado o permitido esas prácticas.

Siempre habrá sustancias o procedimientos nuevos que consigan burlar los controles establecidos. En eso, las prácticas deportivas fraudulentas no serán muy distintas de otras formas de delincuencia. La previsible astucia de los delincuentes no debe hacernos desistir de su persecución. Está claro que eso cuesta dinero. Pero las cantidades generadas hoy por el deporte de alta competición permiten a federaciones, asociaciones de clubes u organismos públicos dedicar una pequeña fracción de sus recursos a promover la investigación y la lucha contra el dopaje.

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