Breve encuentro
Coincidí en un estanco de López de Hoyos con un amigo del barrio y, aunque iba a comprarme un paquete de Marlboro, pedí una letra de cambio: no quería arruinar la imagen de exfumador que me he venido labrando en los últimos años.-¿Ahora fumas letras de cambio? -preguntó.
-No, no; es para un negocio -dije un poco aturdido. Estoy harto de fumar en la clandestinidad, pero tiene sus ventajas: yo mismo he llegado a creer que lo he dejado y me acatarro menos que antes.
Él se compró un paquete de Camel y salimos juntos del establecimiento con la idea de tomar un café y recordar los viejos tiempos: un vicio pernicioso al que me entrego a la menor oportunidad.
Ya en la calle, me pareció que mi amigo tenía el hombro izquierdo algo caído, como si algo o alguien tirara de él hacia abajo, pero al fijarme un poco más deduje que llevaba un brazo ortopédico. Por eso fumaba con la mano derecha y no sacaba la izquierda del bolsillo del pantalón.
Pretendía resultar natural, pero cualquier persona un poco atenta habría notado que algo raro pasaba en aquel cuerpo ligeramente asimétrico. Una vez en la barra del bar, mientras hablábamos, llevé mi mano a su brazo, en un gesto aparente de camaradería, y me pareció tocar un tubo rígido a través del tejido de la chaqueta. Él no se inmutó, y yo hice como que no había notado nada, pero me quedó entre los dedos un sabor de aluminio, o de PVC, no sé de qué los harán ahora, cuyo desagrado intenté disimular.
A lo mejor, pensé, del mismo modo que yo le he descubierto la prótesis, él se ha dado cuenta de que fumo. Qué secretos más tontos, me dije, recordando que un día, cuando todavía era un fumador público, le dije al médico que estaba dispuesto a dar el brazo izquierdo por dejarlo. ¿A cambio de qué lo habría dado él?
Estábamos comentando lo cambiada que estaba la calle y nosotros mismos cuando me di cuenta de que llevaba también un peluquín un poco repugnante trenzado a su escaso pelo natural. La impresión fue excesiva, y le pedí un cigarrillo, que me ofreció con la mano derecha mientras mantenía el suyo entre la comisura de los labios.
-¿Pero no habías dejado de fumar? -dijo.
-Bueno, fumo sólo cuando me apetece.
-Pues yo, cuando me apetece y cuando me da la gana -respondió un poco agresivo.
-A mí es que me hacían mucho daño los que me fumaba porque me daba la gana.
-Ya.
Alargué todavía la conversación de un modo un poco artificial para darle la oportunidad de que me contara qué había sucedido con su brazo, y quizá con su pelo, pero no soltó prenda. Nos despedimos a la altura de Mantuano y yo me metí en el metro de Prosperidad.
Llegué a casa con mal cuerpo, y por la noche se lo conté a mi mujer.
-He tropezado en la calle con un compañero del colegio que tenía un peluquín y un brazo ortopédico.
-¿Qué le ha sucedido?
-No sé, ha actuado todo el tiempo como si estuviera entero, y a mí me daba apuro preguntarle.
-Vaya por Dios.
Después de cenar me escondí en el cuarto de baño para fumarme un cigarrillo asomado a la ventana del patio interior y, mientras me llegaban los olores y los ruidos de las casas vecinas, me dio por pensar qué habría sido de aquel brazo: si lo habría incinerado o lo conservaría en alguna tumba con la mano cerrada en forma de puño, como un anticipo de sí mismo o de toda su generación, según se mirara. Por el pelo no me pregunté, pues sé cómo se cae durante la ducha y de qué modo cruel lo deglute el sumidero de la bañera. Sentí mucha lástima por mi amigo, pero también por mí, y me juré usar mucho el brazo izquierdo durante los próximos años por miedo a perderlo antes de haberlo amortizado.
Luego me cepillé los dientes para quitarme el olor a tabaco y salí de nuevo a la vida familiar. Mi mujer estaba contemplando con extrañeza la letra de cambio que había dejado sin darme cuenta sobre la consola.
-¿Qué es esto? -preguntó.
-No sé -dije-, no es mío.
Ella se dio cuenta de que mentía. Todos lo hacemos. Me pregunté si se había creído en algún momento que había dejado de fumar.
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