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La funesta manía de cortar cabezas

La primera imagen que se me ocurre al oír la palabra Sarajevo no es la de la capital en ruinas que hace tres años los ultranacionalistas serbios bombardeaban desde las montañas circundantes, sino la del remoto atentado, reconstruido en las revistas ilustradas de la época, que en 1914 costó la vida en una de sus esquinas al archiduque Francisco Fernando de Austria, y que sirvió de pretexto a la primera guerra mundial. Algo semejante debe ocurrirle a Luis García Berlanga, que incluye en todas sus obras una referencia al imperio austrohúngaro, por tangencial que sea. En un episodio de Las cuatro verdades, película colectiva poco divulgada, el mencionado imperio se transforma en caballo de coche fúnebre, y Hardy Kruger lo azuza gritándole: "¡Arre, Austrohúngaro!". Sucede que con la edad uno acaba asumiendo los recuerdos de sus mayores, y cree haber visto cosas que leyó o le contaron. En 1833, camino de Tierra Santa, el escritor francés Lamartine acampó a la sombra de una alta torre blanca, junto a la ciudad hoy yugoslava de Nish. Acababa de tenderse sobre una manta cuando descubrió que los muros, que le habían parecido de mármol y piedra blanca, estaban formados por cráneos humanos trabados entre sí con un poco de arena y cal. Algunos conservaban todavía los cabellos, que flotaban al viento. "Me dicen -escribió- que son las cabezas de los serbios muertos durante la última revuelta contra los turcos. Yo saludo con la mirada y el corazón acongojado los restos de estos hombres heroicos, cuyas cabezas cortadas son ahora piedra fundamental de la independencia de su patria". Cabe recordar que Nish es una ciudad fundada por los romanos, destruida por las migraciones bárbaras y reconstruida y ocupada sucesivamente por los búlgaros, los húngaros, el imperio bizantino, los serbios y los turcos, que la retuvieron durante cinco siglos. Durante la Segunda Guerra Mundial los alemanes y el gobierno colaboracionista de Belgrado instalaron en ella un campo de concentración, donde internaron y ejecutaron a miles de judíos, gitanos y resistentes. Al final de la contienda, los bombardeos aliados dañaron la emblemática Torre de los Cráneos, en cuyas ruinas sólo quedan actualmente algunas de las tres mil calaveras que había en la época de Lamartine. Cerca de allí se encuentra la región de Kosovo, otro de esos escenarios de matanzas seculares que tanto abundan en los Balcanes. "Metieron a mis compañeros en grandes bidones llenos de agua, que habían colocado sobre unas hogueras. Estuvieron hirviéndolos hasta que los esqueletos quedaron prácticamente limpios de carne". Así describe un guerrillero albanés, que permaneció refugiado casi diez años en las montañas de Kosovo, el suplicio que las tropas de Tito les aplicaban cuando conseguían capturarlos. Ocupadas en burlar a los observadores occidentales y en fingir una laboriosa retirada, las fuerzas armadas serbias actuales practican una limpieza étnica más simple, a base de degüellos y disparos. Todos hemos visto esas fotos o filmaciones, sobre las que aún se discute si justifican un ataque aéreo, de ancianos, de niños, de mujeres con la garganta abierta, e intuido las escenas de humillación y terror que las han precedido. Aunque la crueldad puede parecer muy elaborada, tengo para mí que casi siempre indica una gran falta de imaginación, y que sería menos frecuente si se difundiera más entre la población mundial ese hábito común a escritores y actores que consiste en cambiar con frecuencia de punto de vista y revestir, siquiera de manera provisional, la piel ajena. Por desgracia, siempre resulta más fácil blandir la porra o apretar el gatillo que ponerse a leer una novela y exponerse a descubrir que cada ser humano tiene conciencia de su propia individualidad y experimenta los mismos sentimientos de placer y dolor que nosotros, y la misma conciencia temerosa de la muerte. En su novela Campo abierto, Max Aub cuenta la historia de Jorge Mustieles, miembro del Partido Radical-Socialista y de la Comisión de Seguridad, que durante los primeros meses de la Guerra Civil en Valencia tiene la misión de juzgar a los detenidos en la retaguardia. Un día se entera de que su padre, cacique de derechas de Puebla Larga, figura entre esos detenidos. Por miedo a que le acusen de debilidad, vota a favor de la ejecución, que tendrá lugar esa misma noche. Luego, arrepentido, acude al Gobierno Civil y habla con el jefe de policía, amigo suyo, para que saque al padre del Colegio Notarial, donde está preso. El jefe de policía le cita a las diez de la noche. Cuando vuelve a presentarse le dicen que su amigo se ha ido y no volverá hasta el día siguiente. Va al Colegio Notarial, donde se entera de que acaban de llevarse a otro de los detenidos, presumiblemente para fusilarlo. No se atreve a subir a ver a su padre y busca en un teatro de Ruzafa al Grauero, que es el encargado de dar los paseos. De nuevo en el Colegio Notarial, acompañado del Grauero, descubre que se han llevado también a su padre y comprende que es demasiado tarde. Pero no. Al entrar en su casa encuentra al padre, que ha salido bien librado gracias a su primera gestión y que, lejos de agradecérselo, le increpa y amenaza: -Ahora esto es el reino de los descamisados, de la chusma, de los que no tienen donde caerse muertos, ¡y se hacen la ilusión de que van a mandar! ¡Que se aprovechen pronto! Golfos. Ahora se sabrá lo que es el orden, así que haya que acabar con media España. Es difícil leer esa historia y no recordar que también en estas tierras hubo, hace sesenta años, durante la guerra y la posguerra, dramas tan sangrientos como los de Bosnia o Kosovo.

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