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Tribuna
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Yo me acuso

Me acuso de haber sobrepasado los sesenta kilómetros hora que establecen los límites de velocidad en la ciudad. Me acuso de haber apurado el ámbar de los semáforos hasta cruzarlos con el rojo incipiente. Me acuso de haber invadido temporalmente el carril-bus en el intento desesperado de escapar del desesperante atasco. Me acuso de estacionar el coche en doble fila más tiempo del que la norma consiente para dejar o recoger un pasajero. También me acuso avergonzado de haber increpado a golpe de bocina a los conductores torpes o pusilánimes que agotan mi paciencia con sus movimientos vacilantes o el arrancar tedioso. Y me acuso de cambiar de carril con más frecuencia de la aconsejable, de aparcar a veces de mala manera y de responder a las llamadas del teléfono móvil cuando voy conduciendo. Podría alargar hasta límites insospechados la entonación de este sincero mea culpa, pero considero que lo expuesto supone un primer ejercicio de contrición que aconsejo realizar a todos los ciudadanos que se ponen al volante antes de emitir un juicio sobre la indisciplina y el caos circulatorio que sufre Madrid. Todos, en mayor o menor medida, somos responsables del despropósito general, todos participamos como actores en esta puesta en escena que criticamos con tanta unanimidad. El tráfico rodado en nuestra capital se rige actualmente por la ley de la selva, y este reconocimiento previo de la porción de culpa que a cada uno le toca constituye un punto de partida indispensable para intentar mejorar las cosas. Bien es verdad que cuando un colectivo tan amplio comparte un mismo pecado suele haber por encima un gran pecador que lo induce, bien por desidia, incompetencia o dejación de funciones. Ese gran pecador no es otro que el Ayuntamiento de Madrid, y no sólo este Ayuntamiento y su gobierno municipal, sino todos y cada uno de los gobiernos de esta ciudad desde los años setenta, en que se disparó el parque móvil. Ahora, la Casa de la Villa acaba de estrenar una nueva ordenanza de circulación con la que pretende recuperar la disciplina perdida, poniéndose dura con las infracciones que provocan situaciones de mayor riesgo y las que más perturban la fluidez circulatoria.Ha incrementado, en consecuencia, las multas para los que circulan de forma temeraria, para los fittipaldis que se pican o echan carreritas y los que cogen el volante cocidos por los vapores etílicos. De igual forma aprieta las tuercas a quienes paran el coche en el carril-bus sin compasión, a los que lo aparcan por el morro en las zonas prohibidas y, sobre todo, a los que imponen la ley del embudo dejando el coche en doble fila. Estos últimos, junto con los que protagonizan el desmadre de la carga y descarga, son, con diferencia, los más lesivos con el ordenamiento del tráfico, y no resulta nada fácil reprimir su intolerable hábito. Aunque es una práctica muy empleada por quienes van de compras o hacen unas gestiones pretendidamente rápidas, la ejercitan especialmente los comerciantes u oficinistas que dejan el coche todo un día porque pueden echarle un ojo desde la ventana o cuentan con un vigilante o portero que les da el queo si viene la policía. En el peor de los casos, les cae alguna que otra multa, que hasta ahora les salía más rentable abonar (si es que llegaba) que pagar un parking o alquilar una plaza de garaje. Con la nueva ordenanza les compensará menos.La falta de civismo y disciplina viaria no es un defecto exclusivo de quienes conducen un vehículo, también los peatones tienen comportamientos indeseables que hay que corregir. Lanzarse a la calle regateando los coches, cruzarla con el semáforo en rojo o esperar el autobús en medio de la calzada es ya sancionable, como lo será el correr o saltar molestando al resto de los viandantes. Un intento de asear conductas cuya interpretación se presta, sin embargo, demasiado a la arbitrariedad de los agentes que lo aplican, por lo que será indispensable impartir instrucciones muy claras para conjurar posibles abusos.

El Ayuntamiento de Madrid ha de recuperar con el mayor rigor la autoridad perdida en la circulación viaria, y los ciudadanos, admitir y enmendar nuestros pecados. El tráfico es su penitencia; los atascos, el infierno.

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