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Los honorables

Juan Ferreras es un roble tranquilo con una cámara de fotografiar colgada en el hombro. Después de las tormentas, cuando las espesuras de la lluvia y la niebla desaparecen, surge en el jardín la dignidad de los robles. En las calles de Granada, cuando pasa el humo de las fiestas, los desfiles y las manifestaciones, aparece Juan Ferreras, el fotógrafo impasible, enmascarado en el gesto de su profesión y en un objetivo que conoce el ruido de las balas, las sirenas, los insultos, las pedradas y las consignas. Esta semana ha inaugurado exposición en el Museo de la Casa de los Tiros. Nos presenta a Los honorables, una colección de pordioseros que imponen en las paredes del antiguo palacio sus caras velazqueñas, la cicatriz figurativa de sus biografías y una extraña intimidad con los restos de sus naufragios. El luchador Juan Ferreras, que proviene de un tiempo de bellas banderas que hoy mendigan por la calle, ha decidido provocarnos una vuelta de tuerca en la mirada. No se detiene en el patetismo de la miseria, en el naufragio de las calles, en el desamparo que se convierte en miedo y mal olor bajo la figura triste de los perdedores. Las fotografías de Juan Ferreras presentan a unos mendigos felices, sorprendidos en momentos de bienestar y de éxito. La complicidad alegre de los pordioseros con sus botellas y sus animales, las sonrisas de unas escenas que parecen representadas por grandes nombres del teatro, la solemnidad poética de los músicos, acaban exponiendo un paisaje de triunfo, el éxito burgués de la posesión, la victoria ensimismada y legendaria de la fama artística. Esta galería miserable de Juan Ferreras impone una reflexión sobre el éxito. Más que una denuncia de la pobreza, las imágenes provocan una meditación irónica sobre el triunfo. Los modelos desfilaron el día de la inauguración delante de sus fotografías. Se miraban, se llamaban con un compañerismo divertido, con un rumor plastificado de cóctel, el mismo que suena en las recepciones oficiales y en los saludos de la élite. Uno de los mendigos, un guitarrista callejero de muchísimo talento, observó su fotografía y recorrió las salas del palacio para compararse con el resto de los seres humillados. Me fijé en él porque lo he oído muchas veces en las plazas de Granada, persiguiendo las monedas piadosas y costumbristas de los extranjeros. No le gustó su papel en la exposición, se alteró, hizo comentarios indignados a la corte de mendigos que le rodeaba, y se lanzó sobre Juan Ferreras para exigirle que descolgase su fotografía. Estaba realmente dolido, porque el protagonismo se lo habían llevado otros. Era sin duda el músico más auténtico de las calles, el más pobre, el más enfermo, el que estaba en la orilla de sombras de la muerte, y sin embargo quedaban mejor otros, como si fueran más mendigos que él, más miserables, con sus acordeones sucios y sus flautas desafinadas. Esta reacción invita a pensar en la locura, esa niebla de drogas y delirios que anida en el escalofrío de los perdedores. Pero también invita a pensar en el éxito, en la parte de menesterosa necesidad que hay siempre bajo la fama, la ambición y el triunfo.

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