Bienal
El misterioso arte andaluz acaba de pasar un nuevo trance de lujuria y encantamiento. Cruzó las barreras del XIX y del XX entre señoritos canallas y churumbeles desnutridos. Nació con el estigma de la marginación, allá por el XVIII, tal vez el XVII, quizás el XVI, en los arrabales del poder, entre galeras, bandoleros, renegados de todas las estirpes, acunando melismas residuales de mezquita y sinagoga -cualquiera sabe-, acampando al raso en las serranías de Ronda, de Morón, ensimismándose en las cárceles de Utrera, de Jerez, en las cuevas de Alcalá y del Sacromonte, huyendo de migueletes, fabricando, en fin, un compás y una música indescriptibles con las miserias de la Historia. Andalucía. Luego aguantó la displicencia de pequeños burgueses, que siguen sin comprenderlo. Proletarios y campesinos que tampoco es que lo amen. ¿Pero entonces quién, cómo y por qué se sostiene este compás del fuego, este gozo insondable, esta maraña de queja y armonía? Misterio. Y vino la democracia. Y el rescate, lento, trabajoso, de un franquismo que lo trocó en cupletería, gorgorito y lupanar. Torpezas maravillosas al principio, festivales de interminables madrugadas, pescaítos, potajes, garbanzos, siempre la cuchara de por medio, para matar aunque ya sólo fuera un hambre fantasmal, histórica. Y quincenas ennoblecidas por paganos de postín, Ayuntamientos, Consejerías, Cajas de Ahorro. Y llegaron las mixturas. Con lo morisco chirría, o no ha encontrado su genio; con el jazz y el blues, profundos hermanos; con el rock, secretas complicidades; con la música sinfónica, tan campantes los dos. Misterio. Cambia de escala, el flamenco, y no pasa nada: el creador triunfa y el aventurero se hunde en la miseria. Eso es todo. Aquí no se admiten medianías. Los teatros de toda Sevilla lo acaban de confirmar. Todo un mes, 43 espectáculos, que se dice pronto. Hasta Ortiz Nuevo, que lo inventó, subió al escenario de la Expo, y bordó una majestuosa historia de Pericón de Cádiz, hambre y luz, el alma estremecida. Y Sara Baras -que la anunciamos en el Pabellón de Andalucía, casi niña- amasó la canela, pa comérsela. Y María Pagés la elegancia, y Pepa Montes el azúcar cande. Y Javier Barón y José Antonio -¡qué descubrimiento!- se enzarzaron en un duelo irrepetible, componiendo en el aire dos mil flores idénticas. Y Manolo Marín, magisterio, con Fernando Romero. Pepa Montes, esencial. Isabelita Bayón, simpatía a raudales. Milagros Mengíbar, capaz de todo. Maya, dictando. La Yerbabuena, arrebato y futuro, como Israel Galván. Y sonaron las cuerdas de lujo un año más: Lucía, Sanlúcar, Gualberto, Tomatito, Miño, J.A. Rodríguez, Moraíto Chico, y otra porfía dual: Manolo Franco y Niño de Pura, diablos al filo de una navaja. Y cantaron los ángeles broncos y afillaos, alegres o tarantos. Rancapino, sustancial, Morente, inolvidable, Chano de gracia y escalofrío, Calixto abarcador, De la Tomasa, piropo al cante, Esperanza, duende orquestal, Aurora de esplendor, Macanita, rajo y temple y dulce herida inolvidable. Misterio. Andalucía. Pero la Bienal crece y crece. Cuidado. No se nos salga de madre. Cuidado, que tenemos que acabar de conquistar el mundo.
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