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Todo

Rosa Montero

Hace 14 años me regalaron una perrita mestiza. Tenía sólo dos meses y era una bola de pellejo peludo y arrugado, con un morro muy chato que abría de par en par para chillar. Acababan de separarla de su madre y lloraba mucho, con unos lamentos desesperados y furibundos. Aquella primera madrugada sólo pude calmarla colocándole una manta en el suelo, junto a mi cama, y pasándome toda la noche con la mano apoyada sobre su cuerpo rollizo y diminuto.Esa cachorra es hoy una anciana gorda y venerable, toda una matrona de la perrunidad. Ayer le pasó algo: en mitad de la noche empezó a caminar frenéticamente por toda la casa. Al final, sólo pude calmarla instalando su colchón junto a mi cama y poniendo mi mano sobre su ancho lomo.

Supongo que esto es el comienzo del final, y que la inquietud de ayer no era sino la incomodidad de la edad extrema y el barrunto de la muerte, que estoy segura que también perciben los animales. Ha tenido una buena vida, larga y confortable, de manera que no hay motivo para la queja. Pero qué melancólico es el juego del vivir. Hace muy poco era una cachorra asustada por la enormidad del mundo, y hoy es una vieja bestezuela que tiembla ante la nada: siempre el miedo pespunteando la existencia. En ambos confines necesitó mi mano para sobreponerse a la negrura, porque el amo es el Dios de los perros, un Dios tan efímero y débil como ellos (pero esto los chuchos no lo saben), y que a su vez precisa de la mano consoladora de otros dioses, los cuales, incapaces de contener la oscuridad, también han ido muriendo y renovándose. Acaricio ahora a mi perra y pienso que su vida, su modesta vida de animal (¿pero acaso la nuestra es más importante?), es apenas un chispazo entre dos madrugadas. Y eso es nada, y es todo.

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