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El caso Clinton

Ocurrió hace tres veranos. El sitio era la isla de Martha´s Vineyard, frente a las costas de Massachusetts. La cena, en casa del novelista norteamericano William Styron. El huésped de honor, Bill Clinton. Los tres latinoamericanos presentes, entre una docena de invitados, el novelista colombiano Gabriel García Márquez, el diplomático mexicano Bernardo Sepúlveda y yo mismo. Hablamos de política y de literatura. De política, los latinoamericanos. Clinton quería escuchar sin comentar. De literatura hablamos todos. Clinton es dueño de una sólida cultura literaria y la conversación se movió de Faulkner a Cervantes y a Marco Aurelio. Al final de la cena, sin embargo, los latinoamericanos le pedimos al presidente que nos contestara una sola pregunta.-¿Quiénes considera usted que son sus peores enemigos?

-La extrema derecha fundamentalista de los Estados Unidos -respondió Clinton sin titubear.

He recordado una y otra vez la contestación del presidente norteamericano a lo largo de estos ocho meses de insólita inquisición pública de los actos privados de un jefe de Estado. Clinton no representa a la izquierda ni nada que se le parezca. Pero sí representa, después de doce años de hegemonía conservadora, una puesta al día, si no un imposible retorno, a los ideales y prácticas mejores del Partido Demócrata, la tradición del New Deal rooseveltiano. La primacía dada por Clinton a la educación, la salud, la seguridad social, el adiestramiento laboral, la igualdad racial, el empleo, los derechos de la mujer y de las minorías sexuales es parte de una puesta al día mundial de la democracia social después de los años de indiferencia hacia el capital humano representados por Ronald Reagan en Washington y Margaret Thatcher en Londres. Las políticas sociales de Clinton deben ser vistas a la luz de los triunfos electorales de Tony Blair y el laborismo británico, de Lionel Jospin y el socialismo francés, y de Gerhard Schröder y la socialdemocracia alemana. D"Alemma en Italia, Alfonsín en Argentina y Lagos en Chile son otros tantos representantes de la nueva vía socialdemócrata en el mundo.

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Todo esto suena a herejía a los oídos de los neoconservadores en todas partes. Matizo: las corrientes moderadas del PP español, del golismo francés, de la Democracia Cristiana alemana, de los tories británicos y del Partido Republicano de EEUU sostienen ideas con las que no estoy de acuerdo, pero con las que puedo coexistir en un clima de respeto democrático.

En cambio, no hay coexistencia posible con Le Pen en Francia, Haider en Austria, los neonazis en Alemania y todas las demás corrientes xenófobas y racistas que han proliferado en el mundo de la posguerra fría. En los Estados Unidos, la extrema derecha republicana se manifiesta de manera bobalicona a veces (el exvicepresidente Dan Quayle), demagógica otras (el coronel retirado Oliver North), pero muy peligrosa cuando reúne fuerza financiera, política y legal. Es lo que ha sucedido en la inquisición contra Clinton, confirmando las palabras de Hillary Clinton al comenzar el acoso. No se trata de un caso judicial. Se trata de un proceso político manejado por la extrema derecha norteamericana.

Pruebas a la vista: el fiscal Kenneth Starr, aparte de los dineros públicos que ha gastado en su investigación de Clinton, cuenta con el apoyo pecuniario del multimillonario derechista Richard Mellon Scaffe, cuya agenda política declarada es acabar con la presidencia "izquierdista" de Bill Clinton. Kenneth Starr estaba a punto de aceptar un puesto de profesor en una universidad fundada y financiada por Mellon Scaffe cuando una comisión de jueces mayoritariamente conservadores lo nombró para ocupar el puesto de fiscal independiente para el caso Whitewater, un asunto añejo sobre venta de terrenos en Arkansas que parecía implicar al matrimonio Clinton.

El nombramiento de Starr se debió en enorme medida a la influencia del senador sureño Jesse Helms, el ultraconservador que representa en el Congreso los intereses de la industria tabacalera a los que Clinton ha debido enfrentarse para hacer efectivas disposiciones elementales de salud pública. Resulta que Starr, precisamente, ha sido abogado de uno de los gigantes de la industria del tabaco, la empresa Philip Morris.

Unidos los tres factores -el poder financiero de Richard Mellon Scaffe, el poder legislativo de Jesse Helms y el poder judicial de Kenneth Starr-, no es sorprendente la virulencia, la durabilidad y el peligro de la conspiración fascista -no hay otra manera de llamarla- contra Bill Clinton y sus moderadas políticas socialdemócratas. La perseverancia y la distorsión de la campaña contra Clinton resultan claras y hasta explicables, pero no por ello menos perversas, si se toma en cuenta que primero fracasó el intento de involucrar a los Clinton en el caso Whitewater. Sobre este fracaso montó Starr un nuevo juicio, éste por acoso sexual, invocado por Paula Jones. A punto de ser desechado, por falta de méritos, el asunto Paula Jones, Starr se sacó de la manga un caso más: Monica Lewinsky, becaria temporal de la Casa Blanca, cuyos amoríos con el presidente Clinton le fueron contados por Lewinsky a Linda Tripp, una tuerca más del aparato Mellon-Helms-Starr, quien, armada de grabadoras secretamente adheridas a su cuerpo, obtuvo la narrativa que sirvió de base a la inquisición de Starr.

Fracasa la acusación de compraventa ilícita. Fracasa la acusación de acoso sexual. Había que justificar el gasto de cuarenta millones de dólares sufragados por los contribuyentes, los trabajos a veinte fiscales y de diez agentes de la FBI, amén de los dineros del creso Mellon Scaffe y las esperanzas de Jesse Helms, la industria tabacalera, el coronel Oliver North y, ¿por qué no?, el contubernio de ultraconservadores antifeministas, homófobos, racistas, enemigos del aborto y partidarios de la pena de muerte, ansiosos de restaurar las prácticas religiosas en las escuelas públicas y, en su extremo, militantes contra el poder público capaces de dinamitar oficinas de la Administración del Estado.

Es muy fácil, desde la óptica simplista izquierda-derecha, negarle crédito político a Bill Clinton. Dentro del contexto más complejo de la política norteamericana, el actual presidente resulta el enemigo natural de la ultraderecha. Ésta debió pensar, originalmente, que convertir en asunto público un asunto privado de relaciones sexuales fuera del matrimonio bastaría para exacerbar el espíritu puritano fundador de los EEUU. Olvidaron que el puritanismo es la máscara moral del protestantismo y que el protestantismo (releamos a Troeltsch y a Tawney) tiene más fe en el éxito económico que en la moral privada. Es esto lo que explica las altas cotas de la opinión pública favorables a Clinton. La moral puritana lo condena, pero el éxito económico lo exonera.

La investigación del caso Lewinsky surgió del proceso sobre acoso sexual de Paula Jones, a fin de fortalecerlo y aumentar los argumentos de Kenneth Starr. Dentro de los parámetros del caso Jones se dieron definiciones de la relación sexual que no incluían lo que bíblicamente se conoce como "obra de varón". En este sentido, Monica Lewinsky podría ser virgen y, sin embargo, haber cometido todos los actos que, con intención salaz y detalle clínico, recuenta el informe presentado por Starr al Congreso como base para un juicio político (impeachment) del presidente de los Estados Unidos, invocando perjurio y obstrucción de justicia al negar, dentro del proceso Paula Jones, una relación sexual con Monica Lewinsky tal y como la definió el propio procedimiento, Pasa a la página siguiente

Carlos Fuentes es escritor mexicano.

El caso Clinton

Viene de la página anteriores decir, excluyendo la penetración carnal. Clinton se ha atenido a esa definición. Lewinsky ha descrito pormenorizadamente en qué consistió la relación sin penetración. El fiscal ha publicado dos gruesos tomos basados en las declaraciones de Monica Lewinsky. Pero ha tenido el cuidado de excluir la principal declaración de la ex becaria. Ésta es: "Nadie me pidió que mintiera, nadie me prometió un puesto a cambio de mi silencio".

Es decir: ni Clinton ha mentido ateniéndose a las definiciones aceptadas por el propio Starr en el caso Paula Jones, ni ha obstruido la justicia de acuerdo con la declaración, admitida de pleno derecho a cambio de su inmunidad, de Monica Lewinsky.

¿Con qué se queda el fiscal Starr? Con dos tomos de pornografía pura, incluyendo el uso impuro de los puros habanos. Se queda con la concesión sin precedentes de hacer pública la deposición del jefe de Estado ante un gran jurado y de entregarla, excediendo sus funciones, a la Comisión Judicial de la Cámara baja como base para el juicio político del presidente. Se queda con una institución degradada por él mismo, la fiscalía independiente creada para investigar los crímenes imputables al presidente Richard Nixon en 1974. Sólo que el procurador del Watergate, Leon Jaworsky, nunca dio a conocer el resultado de sus investigaciones. Entregó su informe, como era su deber, al Congreso, y éste votó a favor del impeachment, provocando la renuncia culpable de Richard Nixon.

Qué diferencia con el caso actual. Kenneth Starr tenía que hacer público su informe para inflamar la opinión pública contra Clinton. No lo logró. El clásico bumerang se volvió contra Starr, la opinión pública apoyó a Clinton y la pelota está en la cancha, sin embargo, del Congreso y la agonía de diputados y senadores obligados a calcular si el informe de Starr y la Monicagate los perjudicará en las venideras elecciones del mes de noviembre.

Pero, en estricto sentido legal, es difícil aceptar que Bill Clinton sea culpable de los "high crimes and misdemeanors" que la Constitución establece como razón para el juicio político. La interpretación tradicional de "high crimes and misdemeanors" incluye el soborno, la traición a la patria, la incuria o incompetencia en el ejercicio del cargo, la violación a la Constitución y a las leyes, la obstrucción de la justicia. Por cuanto llevo dicho, ninguno de estos "crímenes" abarca el comportamiento sexual. De hecho, nadie en la historia de los EEUU ha sido acusado de perjurio en un caso sexual.

Y aquí llegamos al meollo del asunto y a la razón por la que cincuenta escritores, científicos, artistas y hombres públicos, incluyendo al obispo Desmond Tutu, a Gabriel García Márquez y William Styron, Yehudi Menuhin y Pierre Boulez, Bernardo Bertolucci y Wim Wenders, Jeanne Moreau y Sophia Loren, Lauren Bacall y Alain Delon, hemos acudido al llamado de nuestro amigo Jack Lang, presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores de la Asamblea Nacional francesa, no tanto para defender a Bill Clinton como para censurar al censor Kenneth Starr y establecer bien claro que si el Torquemada moderno se sale con la suya, tarde o temprano todos tendremos a una policía moral filmándonos en nuestros baños y recámaras.

"Cuando no podemos escapar a la mirada ajena -escribe Milan Kundera en La insoportable levedad del ser- vivimos en el infierno. Sin el secreto, nada es posible, ni el amor ni la amistad". Esta límpida verdad la entiende el mundo entero. ¿Por qué no la entienden los Estados Unidos? Con razón ha declarado Nelson Mandela que, en esta cuestión, "los Estados Unidos se están quedando aislados". Con razón condena Hubert Vedrine, el ministro de Relaciones Exteriores de Francia, este proceso como "macartismo puro y simple, agravado por el voyeurismo".

* * *

No es comparable el caso Clinton-Lewinsky al caso del juez Clarence Thomas y Anita Hill. Entonces se trataba de acoso sexual. Ahora se trata de una relación consentida entre adultos. No es prueba tampoco, este caso, del vigor y buen juicio de la democracia norteamericana. En la democracia parlamentaria europea, casos comparables se resuelven en veinticuatro horas mediante un voto de censura o falta de confianza y el consecuente relevo del Gobierno. No es prueba, en fin, de coherencia política pasar por alto una guerra tan terrible como la de Vietnam sin consultar la voluntad del Congreso o perdonar a los culpables máximos del caso Irán-Contra -incluyendo a Reagan-. Éstos eran verdaderos juicios políticos, no esta "histoire de fesses", como dicen los franceses.

Traumatizante, contradictorio, pero ilustrativo, el juicio contra Bill Clinton sirve para recordarnos que los Estados Unidos son un país bifronte. Una es su cara liberal, democrática, tolerante. Otra es su cara fanática, autoritaria, intolerante. La literatura norteamericana ha sido pródiga en la descripción de este dilema. La letra escarlata de Hawthorne, el Moby Dick de Melville y su obsesionado capitán Ajab, Las brujas de Salem de Arthur Miller, nos muestran el rostro de los Kenneth Starr, los Jesse Helms y los Joe McCarthy. Emily Dickinson, Walt Whitman, William Faulkner, nos dan la cara del humanismo liberal norteamericano.

En este marco, Bill Clinton ha pecado de indiscreción. Sabía quiénes eran sus enemigos y, sin embargo, les puso la mesa. Pero sus pecados son los nuestros: ésta es la lección filosófica, moral y hasta literaria de este asunto. ¿Quién se atreve a arrojar la primera piedra, simple ciudadano o jefe de Gobierno? Kenneth Starr, en este sentido, nos está juzgando a todos. Nos está diciendo que no tenemos derecho a una vida privada. Que el ojo de la moral puritana e inquisitorial puede penetrar el ojo de todas nuestras cerraduras.

El máximo defensor de Bill Clinton en los Estados Unidos, el novelista Gore Vidal, tiene la última palabra: el que debía ser acusado es Kenneth Starr. Aunque la palabra civilizada le pertenezca, acaso, al primer ministro británico del siglo pasado Benjamin Disraeli: "Un caballero sabe cuándo dice la verdad y cuándo no...".

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