Carta a Isidoro Álvarez
Estimado don Isidoro Álvarez: He aquí mi exposición, que es a la vez un ruego, o súplica, que su reconocido entusiasmo al servicio del bien público no podrá ignorar.El camino de la patria siempre conduce a la traición. Lo sabía muy bien T.H. Lawrence, que intentó unir la suya de nacimiento, Inglaterra, con la suya de adopción, el país árabe, y acabó siendo escupido por los unos y los otros. Bien. Al ser la arriba firmante antipatrias en general y, en particular, muy anti de mi propia patria, cualquiera que ella sea, entro siempre en apuros a la hora de distinguir banderas. En realidad, la única que llegué a memorizar fue la Union Jack, por la moda hortera de los sesenta de convertirla en vistosos delantales de cocina, que aún se venden en Carnaby Street, o minivestido de Sandie Shaw, la que cantaba descalza. Aparte de eso, suelo hacerme un lío con los símbolos, con otra excepción (ésta por motivos mucho menos frívolos), la cruz gamada, que dejó una impronta indeleble incluso en la mente de alguien tan cegata como yo para distinguir las honras y glorias colectivas.
La verdad es que me confunde tanto color en mástil y tanta franja, y tanta águila de varias cabezas y tanto escudo, y tanta estrella de diversas puntas y medias lunas. Y que carezco de estima por los días de las razas, de las victorias, las fiestas patrias y otros actos de fe en la identidad con que suelen conmemorarse quienes necesitan una chapa de identificación tribal para ser como grupo ante, sobre, contra (pero nunca según ni tras) otros que, a su vez, hacen lo propio y con las mismas intenciones, varias veces al año, en ceremonias que invariablemente conducen al auto de fe, de sobras conocido por sus efectos desequilibradores medioambientales.
Cierto que determinados himnos me ponen la carne de gallina, pero no por las mismas razones que excitan al personal realmente patrio. Por ejemplo, el himno americano me hace llorar como una perra porque me recuerda a las bandadas de pobres emigrantes (ver América, de Elia Kazan), que lloraron a su vez al avistar, desde la cubierta de los atiborrados buques que les habían conducido en sus bodegas desde la miseria hasta la esperanza, la silueta de la estatua de la Libertad; y porque no puedo evitar recordar, acto seguido, a la misma estatua, símbolo de los sin patria, reducida a cascotes en la última secuencia de El planeta de los simios.
Todo ello hace que me sienta un bicho raro, don Isidoro. Así que, al cruzar hace unos días la Castellana, camino de su afamada sucursal sita junto a Bravo Murillo, do me aguardaba su simpático personal con unas gafas nuevas que había encargado, reflexioné.
Y me dije. ¿Puede una mujer de mundo, una mujer como yo, una mujer como yo en este mundo de hoy, permanecer sin patria?Imposible. Mas, ¿cómo acogerme a una patria que no ofenda a las otras, que no las ningunee, que no las afrente, que no las insulte? ¿Dónde encontrar un lugar que sea refugio de todos y no agrio demandador de cuentas, un plácido recinto donde suenen musiquillas inocuas, descafeinadas, donde incluso la voz de Julio Iglesias pierda su pijotero acento barriosalamanquino para convertirse en arrullo, nana, feliz precursor de adorables desenlaces?
Me disponía a cruzar la Castellana, digo, don Isidoro, camino de una de sus catedrales de la venta, cuando el estremecedor pensamiento de que el inminente 12 de Octubre me va a coger en pelotas, prácticamente descastada de todo tipo de ancestros, reclamos y tatachines; esa Castellana que es un tocino de cielo, cada año recubierta de alamares y militares y cañones ancestrales... Ello fue que me dije: ¡coño, El Corte Inglés!
Y he aquí mi petición.
Quiero que usted mismo, don Isidoro, que es el que más puede, nombre patria de todos El Corte Inglés. Lo tengo muy estudiado, y sé que puede resultar bien. Le cuento.
Usted sabe organizar la venta de artículos, planta por planta, de modo que una entra al Corte de Zaragoza, al de Bilbao o al de Sevilla, un suponer, y sabe de inmediato hacia dónde dirigir sus pasos para dar con los objetos de su interés. Ahí los paraguas, a la derecha la bisutería, a la izquierda los relojes (todos tictaqueando al unísono, es una imagen mitológica del tiempo la que usted me da, don Isidoro, en cada ocasión), las medias y los panties, los chándales y los pañuelos de seda mezclada. Y luego, planta a planta, bien distribuidos todos los elementos que hacen de nuestra vida y de nuestras deudas pagadas con tarjeta un lugar razonable, cálido.
Este follón de ahora, de las autodeterminaciones y las independencias, lo solucionaba usted quedándose con un par de solares y abriendo un par de departamentos más.
Todo esto me lo digo, melancólicamente, mientras imagino que estoy escribiéndole una carta, imagino que soy una periodista poderosa e influyente que está escribiéndole una carta que usted leerá en una soleada, aunque invernal, mañana de domingo (acaso se habrá podido comprar el olor para colocarlo sobre los cruasanes); y que, al terminar de leerla, se medio sonreirá y mascullará "¡Esta Maruja!", aprestándose a tomar el teléfono (o cualquier artilugio con el que se comunique cibernéticamente con sus subordinados), para dar instrucciones precisas:
-Esto, Cosme, convoque a esos cuatro capullos que vamos a arreglar lo de las nacionalidades antes de que nos pongamos en las ventas de Navidad, que son tan estresantes.
Un buen gestor, señor. Un buen gestor, es todo lo que pido. Tal vez existan otros, pero yo, que estoy muy vapuleada por la vida, he llegado a respetar más que a nadie a aquel que tiene un personal que atiende mis reclamaciones.
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