Imaginar para creer
Está nuestro país tan instalado en el negativismo desde hace ya tanto tiempo que unas manifestaciones de Eduardo Mendoza según las cuales la novela (o cierto tipo de novela) habría muerto, han bastado para que: a) no pocos articulistas hayan exclamado eufóricos: "Ya me parecía a mí, por eso todas son tan malas, hasta las que pasan por buenas; y además, albricias, otra cosa agradable que desaparece"; b) varios novelistas se hayan sentido ofendidos y amenazados, y hayan reaccionado como folklóricas: "Estarán muertas las tuyas, rica, ¿no te jode?", habría sido su mensaje, y c) unos cuantos articulistas y novelistas y críticos, incapaces de admitir que alguien pueda hablar de algo desinteresadamente y no por su conveniencia o rencor, hayan visto a Mendoza como a un cenizo y le hayan llegado a sugerir que, en vez de matar la novela, se suicide él y no les agüe la fiesta, los premios y las mesas redondas. Todos han hecho caso omiso de dos detalles fundamentales: a) que raro es el novelista que no haya proclamado en algún momento la muerte de la novela, sobre todo si es novelista "incomprendido" o asqueado o ambas cosas, y b) que Mendoza no sólo no es nada de esto último ni por tanto un resentido, sino uno de los novelistas más diáfanos, elogiados, conformes y leídos desde 1975 hasta la fecha, así que ni siquiera cabría atribuirle el oscuro motivo de querer cargarse el género en que hubiera fracasado.Debo decir que no me preocupa ni interesa mucho el futuro de la novela, menos aún el de la "novela española", suiza o venezolana (en realidad no me interesa el futuro de nada). Pero es que además se trata de un género tan poco definido (y cada vez más indefinible), tan híbrido, tan elástico y también tan poderoso que hasta se ha permitido desaparecer y reaparecer varias veces a lo largo de los siglos. Su más reciente y duradera estancia comienza en 1605, con el Quijote. Su mayor conflicto interno ha sido siempre su oscilación entre el mero producto de entretenimiento para cabezas de chorlito y desocupados, y una forma depuradísima, sutilísima e insustituible de reconocernos a nosotros mismos (y por tanto de reconocer el mundo). Y aunque no estoy seguro del todo, por el griterío y los improperios, creo que Mendoza sostenía que la novela de entretenimiento se había mecanizado, resabiado y degradado en exceso y era casi siempre una bagatela o un remedo arcaizante, y que la -llamémosla así- "novela de reconocimiento" se estaba convirtiendo en un anacronismo por falta de clientela, esto es, de personas interesadas en reconocerse a través de esa forma depuradísima. Pese a su aspecto cambiante y escurridizo, y aunque desde luego habría excepciones, el mayor problema de la novela -dejemos de lado la televisión y los ciberjuegos; sus adictos le habrían dado al dominó en otro tiempo- reside en algo que no ha variado: su carácter de representación. Por eso depende, para su credibilidad, tanto de la capacidad de convencimiento de la narración (esto es, de la prosa del autor, no de la "historia" ni de la "trama", que antes de contarse no son nada) como del mantenimiento de la antigua convención pactada con el lector, quien en principio, y a sabiendas de que va a sumergirse en una ficción o invención, está dispuesto a creérsela y a vivirla como relato verídico, siempre y cuando el novelista a su vez lo persuada. Esto resulta cada vez más difícil en una época plagada y aun saturada de ficciones (el cine, la televisión, los tebeos, la prensa), con una ciudadanía cada vez más escéptica e incrédula. De ahí, supongo, la proliferación actual de: a) novelas históricas: como nadie conoce las épocas pasadas de primera mano, no es arduo ganarse la credulidad ajena; b) novelas paródicas, miméticas o, como dicen muchos pedantes ahora, "metaliterarias", o aún peor, "posmodernas": en ellas el autor no gana para guiños y codazos cómplices, y repite a cada página: "Ojo, que no me chupo el dedo, ya sé que usted no se cree nada de lo que le cuento, pero es que yo tampoco; sea inteligente y culto como yo y sigamos jugando a este juego tan chic" (personalmente prefiero el póker o el billar); c) novelas "de la vida real", en las que los infelices o los criminosos o los orgullosamente patológicos relatan sus pintorescos casos -violaciones, abusos, incestos, parricidios, fijaciones, abyecciones- como fenómenos de feria en concurso, el autor susurra: "Oiga, se lo cuento novelado para que le resulte ameno y además sociológico, pero todo esto me ha pasado de verdad, qué me dice, espero que me estudien en las Universidades"; d) novelas "reales y actuales como la vida actual", narraciones narcisistas o periodísticas de una colectividad, en las que, sin el menor artificio o elaboración imprescindibles en la literatura (otra cosa es la escritura), una joven desengañada relata los tumbos que desengañan a las jóvenes como ella, un colgado desengañado cómo padecen los colgados ferroviarios y desengañados como él, un resentido cómo se resienten (y desengañan) los muy resentidos como él, y e) novelas "parabólicas", en las que poco importan la credibilidad ni la sutileza de la representación, ya que sus autores, a la manera de Jesucristo con sus parábolas, suelen limitarse a soltar una lección o moraleja de brocha gorda, valiéndose de ciegos, ángeles o de Pereiras, tanto da. Todo esto suelen ser baratijas.
Hay quienes dicen que el problema consiste en que ya no hay vidas épicas ni guerras transformadoras y abarcadoras, como si la obra de Faulkner, o la de Proust, o la de James, o aun las de Stevenson
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Imaginar para creer
Viene de la página anterioro Valle-Inclán, hubieran dependido de semejantes experiencias o convulsiones individuales o universales. La cuestión es quizá otra: la siempre creciente dificultad de convencer -o a lo cursi: de hechizar- ha llevado a desconfiar de la imaginación, un elemento tan olvidado y aun despreciado hoy por los críticos como aquel otro tan "poco científico" y tan fundamental, el estilo. Cierto que no falta la imaginación en las novelas de entretenimiento (y tengamos por muchos años dinosaurios y poltergeists), pero éstas parten de la aceptación por sus aficionados de una segunda convención que allana obstáculos, a saber: "Instalémonos en lo inverosímil". Y las novelas de Mann o Musil, de Conrad o Melville, de Jane Austen o Dickens, de Rulfo o Cervantes, de Diderot o Sterne, de Kafka o Nabokov, las "novelas de reconocimiento" o que han resultado serlo, no han contado nunca con "aficionados" previos dispuestos a facilitar tanto las cosas. Todos esos autores mencionados han relatado, de muy distintas y aun opuestas maneras, lo que nos ocurre, seamos jóvenes desengañadas o resentidos o arquitectos o zapateros, ingleses o españoles o suizos o venezolanos, antiguos o contemporáneos, amanuenses o cibernautas; y por eso nos reconocemos todavía en sus libros. Pero es que justamente para contar eso, lo que nos ocurre, nunca basta con haberlo vivido, ni siquiera con saber observarlo ni saber explicarlo, ni siquiera con entenderlo, sino que además hay que imaginarlo, y a eso no parece hoy dispuesto casi nadie. Y sin embargo, una vez imaginado lo real y vivido, lo mirado y oído, lo descartado y conocido, lo omitido y perdido, quizá sea sólo entonces cuando pueda uno empezar a contárselo, y a creérselo.
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