Encuentro
La Fundación Encuentro, dirigida por J. M. Martín Patino, es una de las instituciones más meritorias de nuestra sociedad. No sólo por la calidad de sus publicaciones y actividades, sino por la rareza de su talante: propiciar el entendimiento dialogal entre los españoles. Si nuestra vida pública adolece de falta de conocimiento y de cordialidad y, por ello, cae, frecuentemente, en el sectarismo, la Fundación Encuentro contribuye a suplir ambas carencias. La última y relevante muestra de todo ello fue la reciente presentación y debate de la Declaración de Barcelona. La primera, a cargo del secretario general de Convergència, Pere Esteve; la segunda, por una nutrida y variopinta representación ciudadana de políticos, académicos, profesionales e informadores.La Declaración de Barcelona, en efecto, ha levantado ronchas en la opinión nacionalista y, sin embargo, el balance de su análisis y discusión no pudo ser, a mi juicio, más positivo. Primero, porque pareció haber general acuerdo en su importancia política, en el hecho innegable de la asimetría de la pluralidad española, en la no inmediatez de sus propósitos, especialmente los que se proyectan en el horizonte de la escatológica europea.
Segundo, porque del texto y de su exposición hay que resaltar los elementos positivos para el conjunto de los españoles. Que los movimientos nacionalistas ofrezcan un diálogo al reto de la sociedad española; que se reconozca el Estado español como marco para el desarrollo de la respectiva libertad en vez de impugnar su existencia; que el propósito sea generar algo tan necesario y universalmente reclamado como una nueva cultura política; debería hacernos batir palmas a los españoles y aceptar el envite del encuentro, el diálogo y el consenso, en vez de malhumorarse porque sean otros quienes han tomado tan importante iniciativa. Sólo participando en el empeño, en vez de rechazarlo, podremos influirlo primero y corresponsabilizarnos después.
Pero, se argüirá, ¿y la Constitución? Esteve ya advirtió que la convivencia es más importante que la Constitución. Más aún, ésta sólo se justifica como herramienta de aquélla. La Constitución, pues, debe acomodarse a la convivencia como el medio al fin. Pero, personalmente, creo que para ello basta interpretarla sin necesidad de reformarla.
En efecto, tres son, a juicio del ponente, las claves de la reivindicación nacionalista. Primero, la plurinacionalidad. ¿Y acaso no está ya implícita en el artículo 2? Más aún, para mí que daría a todos más seguridad reconocer quienes son naciones y deducir de ahí todo lo demás que regatear competencias y situaciones institucionales al hilo de las ocasionales necesidades parlamentarias.
Segundo, la soberanía compartida que nadie discute cuando se comparte con Bruselas o Berlín, más lejanos, sin duda, que Barcelona. Pero, en vez de aferrarse a la literalidad del artículo 1.2, que no parece ensombrecer el artículo 93, ¿por qué no atender a todo el bloque de constitucionalidad? Por sólo poner un ejemplo, la Adicional Primera, el amparo de los derechos históricos, ha permitido reconocer a Navarra -que no tiene por qué servir de modelo, pero sí de inspiración- derechos originarios, relación paccionada y, en consecuencia, competencia compartida sobre la propia competencia. ¿No es eso la soberanía como concepto, a nutrir con verdadero poder político?
Y, tercero, ¿poder para qué? Para ejercerlo en un espacio común. Pero eso es, precisamente, la esencia de la integración política que da vida a un Estado de verdad. Lo que permite articular proyectos comunes; lo que justifica la voluntad de vivir juntos, que, cuando la sociedad es simple, puede ser sólo de ciudadanos, pero cuando es, como la española, compuesta, ha de serlo de ciudadanos, de pueblos y de identidades nacionales cuyo reconocimiento leal es condición de la integración efectiva.
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