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Tribuna
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Tregua indefinida, tregua definitiva

Felizmente 1998 no es 1989. Bailan sólo dos cifras pero el transcurso de la década ha cambiado la fisonomía de las actitudes políticas de la sociedad vasca y del conjunto de la sociedad española. A ello no ha sido ajena la propia contumacia de ETA, empeñada en restarse los apoyos que hace diez años todavía le quedaban, mediante la acumulación permanente del horror y la crueldad. Nada de extraño, pues, que, ante el anuncio de tregua indefinida, la reacción de una sociedad estragada por tanta barbarie sin sentido, haya sido, primero, el alivio y, después, la explosión de una enorme esperanza de que estemos ante el comienzo del final. Y, naturalmente, nos va mucho a todos en que así sea.Es verdad que hace diez años, cuando las conversaciones de Argel tuvieron lugar, podían hacerse consideraciones parecidas sobre la evolución experimentada por la sociedad vasca, el hartazgo de la violencia, el desarrollo de las instituciones de autogobierno y la consolidación del marco de convivencia que nos habíamos dado todos los españoles con la Constitución de 1978. También, entonces, las capitales del País Vasco fueron escenario de las mayores manifestaciones cívicas conocidas a favor de la paz. Y, cómo no, la prolongación de la tregua mientras duraban las conversaciones, alimentó la confianza en un final, que ETA desinfló abruptamente declarando "abiertos todos los frentes", mientras se perdía en una insignificante discusión propagandística sobre los puntos de un comunicado. Quienes, en ETA, tomaron la decisión de acabar con aquella esperanza, entendieron que habían obtenido sus objetivos propagandísticos -se habían sentado con los representantes del Gobierno español, "de poder a poder"- y que la prolongación de la tregua amenazaba con hacerla indefinida, quizás definitiva. Lo que resulta claro es que nadie, con poder bastante en ETA, había tomado, todavía, la decisión de ponerle punto final a una carrera tan prolongada y sangrienta como ausente de sentido y de toda posibilidad de victoria. A la hora de la verdad, hay que tener mucho cuajo, algunas convicciones y/o un profundo sentimiento de derrota, para dar por terminada una trayectoria de asesinatos que ya va para treinta años, veinte de los cuales han transcurrido en el marco de un sistema democrático. Y, dando por supuesto que se tenga todo esto, hace falta, además, el poder suficiente para imponerlo a una organización en la que la historia revela que siempre ganan los más duros. Todo esto ocurría hace diez años. Luego ocurrieron muchas cosas, además de nuevas muertes de personas inocentes, tan absurdas como las anteriores. Nuevas oportunidades frustradas en el 93 o en el 95 acompañaron la convicción creciente de que, por duradera que fuera su actividad, ETA estaba democráticamente derrotada. Jamás impondría a la sociedad sus objetivos por la fuerza de las armas.

Hoy, en 1998, queremos creer que lo que antes no se dio es posible que ocurra. Y, sin duda, hay buenos argumentos para pensar que las cosas han cambiado. No lo sabemos bien, pero quizás sea verdad que una mayoría de la organización terrorista en todo caso, los que detentan el poder financiero y el control de las armas, están por buscar el final. Puede ser, pero sólo será posible creerlo por la fuerza de los hechos. Lo que sí resulta indispensable es que los bienintencionados deseos de paz de todos los demócratas no lleven a confundir los impulsos del corazón, las esperanzas suscitadas, con la realidad de un proceso, forzosamente complejo y, aún, lamentablemente, inseguro. Y existen ya suficientes manifestaciones públicas como para advertir sobre la confusión que se está creando.

La primera y principal es que ETA, modificando su conocida y reiterada posición, renuncia a la interlocución directa con el Gobierno, para delegar esta enojosa tarea en los partidos nacionalistas. Ya no reivindica del Estado nada en particular, tan sólo deja que los partidos nacionalistas firmantes de Estella defiendan políticamente un nuevo marco político, uno que sustituya al actual -la Constitución y el Estatuto- que ETA da por fracasado en el comunicado que anuncia la tregua. El lehendakari Ardanza avanza que esta discusión deberá tener lugar a partir del año 2000, porque naturalmente, resulta inasumible que una declaración condicional de tregua pueda ser la llave de cualquier replanteamiento del marco político. De modo que la apertura del "melón de la Constitución" puede ser pospuesta para la próxima legislatura del Parlamento vasco. Se podría entender de sus palabras, como hemos hecho algunos, que lo primero es conseguir la paz, no "indefinida" sino definitiva, no condicionada sino incondicional. Y que, en estas condiciones, sin pistolas como elemento de persuasión, ¿quién podría discutir el derecho de cada cual a defender lo que tenga por más conveniente y a someterlo al escrutinio democrático? La declaración de Ardanza, interpretada así, parecía un derroche de sentido común y hasta un alivio. Al fin y al cabo, no otra cosa dice el Pacto de Ajuria Enea. Pero Ardanza se va y en esta cuestión -como en otras- el que se queda es el señor Arzalluz, que, con la mesura y claridad que le caracteriza, ya nos ha dicho que el pueblo vasco no cabe en la Constitución. Sabemos así no sólo lo que piensa Xabier Arzalluz, el PNV y los demás partidos nacionalistas -incluido IU-, sino lo que pensamos y debemos pensar todos los buenos vascos. Algo muy de agradecer en estos momentos de confusión. Puestos a pensar bien y salvo por ese detalle totalitario, la declaración tendría una importancia relativa. Tendríamos que suponer que el PNV y los demás firmantes de Estella defenderían una concreta y bien meditada reforma constitucional y tratarían de convencer a la opinión pública de iniciar el proceso previsto para estos casos en el texto de la propia norma fundamental (artículos 166 a 169). Un proceso que, como es sabido, exige un texto preciso de propuesta, mayoría de dos tercios en Congreso y Senado y

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J. M. Eguiagaray Ucelay es diputado socialista.

Tregua indefinida, tregua definitiva

Viene de la página anteriorreferéndum de todos los españoles. Es decir, un procedimiento democrático, con las reglas de la democracia constitucional que todos aceptamos. Salvo el tremendismo y algún detalle sin importancia, nada especialmente nuevo en democracia.

Pero aquí viene la segunda y principal confusión. Si ETA no pretende nada del Estado, ni del Gobierno siquiera, y deja todo en manos de los nacionalistas ¿qué hace entre tanto? ¿Espera el éxito de sus iniciativas? ¿Vigila el proceso para ver si responde a sus expectativas? ¿"Ayuda" al mismo con su singular fuerza de persuasión?

Nada de todo esto es explícito, hasta ahora. Pero si éste es el camino elegido no estaremos en una situación de paz, ni definitiva ni siquiera indefinida. Estaremos en una simple tregua temporal, condicionada a que la marcha de los acontecimientos sea satisfactoria para ETA. Es decir, tregua hasta que digan basta. Y, lo que es casi más grave, el proceso así concebido no podría conducir a otra paz que la resultante de la amenaza o de la imposición. Un curioso contenido para la palabra paz.

Separar cualquier discusión sobre el marco político de convivencia de la consecución de una paz definitiva resulta así una condición indispensable para la propia paz y para la salud democrática. Pero una paz definitiva no puede surgir más que del definitivo abandono de la violencia, y de la entrega de las armas ofensivas. Una decisión que le corresponde -ésta sí- de modo indelegable a ETA. Si la adoptara de modo unilateral -algo bien razonable, por cierto- habríamos avanzado bastante. Pero no es probable que esto ocurra. Si ha de abandonar la violencia de modo definitivo, en algún momento tendrá que preocuparse por la situación de sus presos. El comunicado de ETA los ignora completamente. Sin duda porque entrar en esa cuestión es tanto como anunciar el final y éste, lamentablemente, no ha llegado todavía. Sin embargo, el único test serio acerca de la voluntad de ETA de dar por concluida su brillante trayectoria es su disposición a hablar con el Gobierno de lo único que puede hablar: de los presos. Y hasta ahora nada de esto ha ocurrido.

Y mientras ETA no dé ese paso, buenos deseos y toneladas de esperanzas compartidas por una sociedad harta de violencia, penden de una declaración confusa de tregua indefinida. Una tregua que queremos definitiva. Porque otra no nos vale.

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