Internet
Confieso que vivo en el temor de la invasión de mi vida privada. Desde que el affaire Lewinsky puso la cremallera de Clinton en la red, garantizándose así, al tiempo que la intimidad de los grandes hombres, la transparencia informativa, le he cogido terror-pánico a mi computadora. Permanezco en mi sala, frotándome los pulgares, observando fijamente mi Toshiba no sé cuántos (carísima, pero desgrava), con irreprimible rencor.Porque, vamos a ver, si la red se empeña en desvelar mis interioridades, recibirán ustedes un retrato que quizá no corresponda a la imagen que se han hecho de mí. Es decir: soy una mujer con bastantes amigos, que se pone melancólica en octubre y mira y remira su calle buscando las mejores estampas para recordar; alguien que pasea a su perro por los jardincillos colindantes, a la hora en que una ATS regresa de su turno nocturno, ahíta de dolor ajeno y de repartir calmantes; a la hora en que un ama de casa y su amo de casa, dos personas iguales, me cuentan sus vacaciones últimas en Matalascañas, y se quieren tanto que casi me da vergüenza ser testigo de su vida normal.
En la red de la web, perdidos por el espacio, flotan genitales presidenciales, bocas rojas de futuras modelos de tallas grandes y otras estupideces; también hay un proyecto de Palestina más real que lo que nunca le ocurrirá a la Palestina de verdad (sistema para canalizar las aguas, estudios profundos y veraces que los exiliados realizan en Internet porque eso les ayuda a soportar a Netanyahu y su asquerosa y prepotente presencia), fantasía y turbación: por eso merece la pena la red, pese a su espionaje.
Pero ahora, tumbada en mi diván frotándome los pulgares, observo fijamente mi Toshiba no sé cuántos. Y sé que no capta mi vida interior.
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