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Prisiones

Rosa Montero

Ahora que un puñado de gentes de postín ha puesto de moda lo de ir de romería a las prisiones, podríamos aprovechar esta oportunidad tan estrambótica para reflexionar sobre lo que son los centros penitenciarios.Hace años entrevisté a Victoria Kent, la famosa directora de Prisiones de la República. Era una viejecita dulce y pulcra, pero aún dejaba ver el antiguo coraje con el que, de joven, intentó suavizar el horror carcelario. Instauró el vis-à-vis, abolió los grilletes. Arriesgaba mucho: estableció los permisos de salida, una medida revolucionaria, y, para pasmo de todo el mundo, no se fugó ni un preso. Era muy valiente porque tenía proyectos y esperanzas; creía que las prisiones no tenían por qué ser un basurero, y aspiraba a la regeneración y la inserción.Tal vez el problema consista en que hoy ya no confiamos en esas utopías. Las cárceles posindustriales no regeneran a nadie; por el contrario, pueden descarriarte para siempre. Pero, aun así, ¿vamos a permanecer paralizados? Me ha escrito un recluso español contándome su historia. Le gusta redactar: cuentos, cartas, de todo. Tenía una máquina de escribir, pero se la han quitado. El director de la cárcel explica en un informe al juez que él sólo autoriza el uso de las máquinas a los internos que están estudiando, porque con las varillas pueden confeccionarse objetos punzantes. Todo muy legal y muy sensato. Pero es que conceder permisos de salida como hizo Victoria Kent, por ejemplo, era insensato. Las leyes se pueden aplicar de manera aperturista, construyendo vida; o de manera restrictiva, confirmando el infierno. Cuando los presos son presos de verdad y no de lujo, tienen tan poca cosa que un puñado de teclas es un mundo. No me digan que hemos perdido tanto la esperanza que ni siquiera asumimos el mínimo riesgo de permitirle una máquina de escribir a un pobre preso.

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