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El tartufismo en el laberintoFRANCESC DE CARRERAS

Francesc de Carreras

Cuando a mediados de julio pasado CiU, el PNV y el BNG suscribieron la Declaración de Barcelona, esbozaron una perspectiva confederal y fijaron un calendario de nuevas reuniones para los meses de otoño, la sensación que se tenía era que algo no estaba claro, que alguna pieza fundamental había quedado oculta. Ciertamente, el camino que iniciaba Convergència -seguida de forma visiblemente vacilante por Unió- no era el habitual, del que tanto rendimiento obtiene: el camino del victimismo constante, el de crear enemigos exteriores e interiores, el de la ambigüedad calculada. Parecía que, por fin, Convergència iba a hacer explícitas sus finalidades: qué grado definitivo de autonomía quería para Cataluña y cuál era su modelo de Estado. Tampoco sus compañeros de aventura eran habituales. ¿Un frente nacionalista con el PNV y el BNG? Hasta ahora CiU sólo pactaba con el partido que mandaba en Madrid para el conocido "cambio de cromos": con nadie más. Por si fuera poco, la figura de Beiras, tanto en la ideología como en los modos políticos, también quedaba muy distante del estilo pujolista. Incluso, poco después, apareció por Barcelona Alejandro Rojas Marcos, líder del Partido Andalucista, para subirse al carro y, oficialmente por lo menos, no se le franqueó la puerta de entrada. ¿Podían venir más? ¿Pujol como líder de un "café para todos" de partidos de ámbito no estatal? Nada de esto parecía creíble, y se echó inmediatamente agua al vino. El mismo día de la firma de la declaración, el de aquella sorprendente foto de Arzalluz, Beiras y Esteve -en la que no quiso salir Duran Lleida-, Pujol sacó del cajón un documento a medio hacer, elaborado por personas vinculadas a la Fundación Barcelona, con propuestas de un nacionalismo extrañamente moderado y renovador, es decir, contrario al espíritu de la declaración firmada, y le dio públicamente su bendición. Algunos mantuvieron que el pacto con Arzalluz y Beiras era un resbalón de Pere Esteve, un hombre de buena fe con insuficiente experiencia y algo falto de maquiavelismo. No parecía muy creíble que Pujol no estuviera enterado de la maniobra, pero todo podía ser. En fin, llegó el verano y nos fuimos de vacaciones. A la vuelta, hace poco más de ocho días, las incontestadas preguntas de julio parecían tener respuesta y la política iniciada en Barcelona parecía ir en serio. El encuentro de los tres partidos nacionalistas no era otra cosa, al parecer, que el escenario de un hecho histórico: en Estella, ETA se rendía no ante su tradicional enemigo, el Estado español, sino ante su hermano mayor, el PNV. Magnífico: si tal acontecimiento exigía esa parafernalia, chapeau para el director de escena y para todos los actores que, previsiblemente, estaban en el ajo desde el principio. Ahora bien, no todo acababa ahí: los protagonistas exigían un premio. Comenzaban dos caminos paralelos: por un lado, la negociación final del Gobierno del Estado con ETA / PNV / HB para una rendición total y una nueva situación en el País Vasco; por otro lado, se veían ya las razones por las cuales CiU se había hecho la foto con tan peligrosas compañías: era la ocasión de obtener eso que en el lenguaje nacionalista de llama "más poder para Cataluña". Derecho a la autodeterminación, soberanía compartida, Estado confederal, federalismo asimétrico: todas estas, y otras muchas, formulaciones se han barajado esta semana en los medios del nacionalismo catalán. El optimismo era generalizado: ahora o nunca. ¡Pobres ingenuos! Justo horas antes de la entrevista Aznar-Pujol, frente a este optimismo se ha echado, como no podía ser de otra manera, el previsible jarro de agua fría. El consejero Xavier Trias, un hombre sensato muy tibiamente nacionalista, ha sido el encargado de decir que la tregua de ETA no tenía nada que ver con las reivindicaciones del Gobierno de la Generalitat y, en definitiva, que todo había sido una pura coincidencia. Ellos estaban en Estella y, en fin, sin saber nada de nada, se produjo el anuncio de tregua. Sus peticiones son las de siempre -¿cuáles?- y en nada les afecta el problema vasco. Todo ello, por supuesto, tampoco es creíble. ¿Cuál es ahora el problema de Jordi Pujol y el partido que dirige? El problema es el de siempre: el de la diversa composición de su partido, de sus votantes, de su ideología y de su poder en Cataluña. Una perspectiva de cambios constitucionales y estatutarios es absolutamente necesaria para contentar a sectores importantes de su partido y de su electorado, pero también es vista como innecesaria e imprudente por algún sector -pequeño, posiblemente- de su partido y por un amplio sector de votantes habituales. Además, es vista como claramente perjudicial por los más influyentes sectores empresariales. Miquel Roca Junyent, en este papel de francotirador divertido que ha adoptado en los últimos tiempos, ya ha discrepado de la alegría nacionalista de los últimos días. Jordi Pujol tiene ante sí una situación complicada. Es, ciertamente, un maestro en transitar por los laberintos y encontrar siempre la salida. Pero tener que contentar a unos y a otros sin que se le vea aquello que en catalán llamamos el llautó le comienza a resultar cada vez más difícil: primero el pacto con el PSOE, luego con el PP. Ahora con el PNV y el BNG, pero dando soporte al Gobierno de Aznar en Madrid. ¿Puede estar Pujol en los dos lados de una negociación entre Madrid y el nacionalismo vasco? Se dice que en política todo es posible, y a veces parece que tal cosa es verdad. Pero también es cierto que se va perdiendo credibilidad cuando un mismo personaje quiere interpretar todos los papeles. El político catalán que pueda decirle a Pujol, con autoridad y con credibilidad ante la opinión pública, que no puede ser, como tampoco pudo ser Cambó, el Bismarck de España y el Bolívar de Cataluña, estará en condiciones de vencerle en las urnas. El tartufismo, entonces, habrá terminado.

Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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