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Los límites del urbanismo privado

Algunas de mis manifestaciones -y las de Salvador Lara- en ese periódico, son contestadas por Miguel Domínguez en EL PAÍS del 19 de septiembre. Con el mismo ánimo de diálogo y con el aprecio hacia el discrepante que él mismo declara, quisiera fijar mi posición, algo desfigurada en aquel escrito. Para comenzar niego la mayor: no estoy por un "intervencionismo dogmático", ni puede deducirse tal cosa de las críticas que hacía al urbanismo de Valencia. Negada la mayor, caen por su propio peso otras imputaciones que derivan de ella: "Visión jerárquica y rígida", "despotismo ilustrado", "despotismo tecnocrático", "pesimismo y victimismo injustificado"..., etc. No, no propugnaba un intervencionismo dogmático. Defendía, eso sí, una mayor intervención en determinadas propuestas privadas, pero no lo hacía desde el dogma, sino desde el urbanismo a secas. Intuyo que aquí está la diferencia de posiciones. ¿Dónde está el límite de lo que deba aceptarse en urbanismo? No lo hay, puede decir Miguel Domínguez, ¡estamos en un proceso dinámico de transformación! Si lo hay, digo yo, y para fijarlo, nos orientaremos por la doctrina urbanística y por los mejores empleos aceptados internacionalmente. El dónde se pone el límite es la clave. No se trata de dar soluciones únicas, sino de negar la validez de algunas. Se trata, en definitiva, de introducir objetivos públicos -económicos, culturales, sociales, medioambientales...- a las propuestas privadas que tienden a maximizar lo económico. No obstante el radical rechazo a las conclusiones comparto algunos fragmentos del escrito. Así, el de que las ciudades tienen alma. Juntos estamos en la línea de pensamiento de Geddes, Mumford, Sica y tantos otros que hablan de la impronta de la sociedad -del presente y el pasado- en la ciudad y cómo debe influir en las soluciones de futuro. Pero también aquí hay un matiz. La sociedad a la que se han referido es la que forman todos los agentes urbanos, influidos por la cultura, la tecnología actual, el poso de la historia pasada... El alma colectiva hay que interpretarla y plasmarla en la ciudad que se proyecta. Ardua tarea que corresponde a la Administración. El alma de la ciudad es un concepto complejo y, si se quiere, lírico. Es encomiable que Miguel Domínguez repare en ella. Pero promociones como la ZAL o Jesuitas no reflejan el alma de la ciudad, sería forzar demasiado la metáfora. Hay agentes detrás, claro que sí, pero desde luego no representan la cultura ni el pasado; tampoco un futuro de calidad de ciudad. Ambos aceptamos también la Ley Reguladora de Actividad Urbanística y reconocemos su aportación hacia la rotura de la obsoleta ecuación propiedad del suelo-derecho a edificar. Pero esta ley, que se abre a iniciativas externas al planeamiento público, tiene un riesgo que ya se planteó durante su tramitación. Yo, concretamente, lo hice en las páginas de este mismo periódico. El riesgo de que la Administración abandonase su rol tradicional de ordenación urbana; de que los ayuntamientos devinieran en correas de transmisión de soluciones de promotores privados. Lo que ha seguido ha ratificado mis temores de entonces. El Ayuntamiento de Valencia -y no sólo él- ha abandonado sus propias soluciones de ordenación urbanística, sustituyéndolas de un modo acrítico -¿adogmático?- por las soluciones privadas. Hay seguidismo, pues, del urbanismo de empresa y éste es, en ocasiones, de un mercantilismo rampante. Si la ciudad debe crecer por Campanar, ¿por qué hacer los trazados a escuadra y cartabón como en el plano de África? La promoción puede requerir singularizar sus edificios, pero ¿cuál es el efecto del batiburrillo resultante de hitos en la ciudad? Lo que nos conduce a los estudios de detalle. Aquí me repetiré una vez más: son indefendibles. No valen aquí las llamadas a la desregulación. El aceptar la flexibilidad no implica otorgar patente de corso al promotor. En la meca del liberalismo, Manhattan, una sofisticada ordenación establece las condiciones que deben cumplir los rascacielos de las todopoderosas corporaciones. Aquí, un promotor puede implantar su artefacto con todas las posibilidades geométricas a su alcance. Sin ir más lejos, el edificio que ilustra el artículo comentado no hubiera pasado la prueba del nueve ni en Manhattan ni en ningún otro sitio con planeamiento cívico. Los estudios de detalle están produciendo una imagen caótica de la ciudad. Una mayoría abrumadora de técnicos está en contra de cómo se están usando, incluidos algunos técnicos municipales. Es un problema enquistado en el Ayuntamiento y que precede a Miguel Domínguez. Por lo que es de justicia aclarar que no son hijos suyos aunque, gracias a sus desvelos, las criaturas han crecido vigorosamente. Siempre he defendido lo que me parecía razonable. He seguido el urbanismo del cap y casal y, a veces, me he manifestado en prensa. Más que eso. He participado con otros compañeros en proponer ideas y soluciones para la ciudad. Llevo muchos años en ello, con el único propósito de promover el debate que colabore a mejorar Valencia. En ocasiones coincido con la línea urbanística municipal. ¿Que en otras no coincido? Eso no es motivo para tildarme de victimista. Decía Mangada, en una de las conferencias con que se inauguró el Palacio de Congresos, que el urbanismo está en crisis, que hay que refundarlo. El viejo luchador del urbanismo público de los albores de la democracia, reconocía el nuevo papel a jugar por el urbanismo privado. Como él piensan legión de científicos urbanos, incluidos el núcleo duro del análisis marxista: Castells, Harvey... etc, que han cambiado sus ideas como consecuencia de la nueva situación mundial. ¿Seré yo un converso del urbanismo tecnocrático cuando ya no toca? No, simplemente advertía del peligro de que la ciudad se convierta en un pandemonium inmobiliario. Poténciese el urbanismo privado, pero acótese para que sea urbanismo-urbanismo. En las manos del Ayuntamiento está el obtener los logros de la colaboración público-privada de otras ciudades -Boston, Pittsburg, Toronto, Barcelona..., que representan la nueva cultura urbanística- o los desastres del urbanismo marbellí de Gil y Gil que representa una ciudad socialmente fofa aunque henchida de negocio.

Juan Pecourt es urbanista.

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