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La inanición como castigo

"He probado la ternera y me ha gustado; ahora puedo disfrutar de un helado sin tener que caminar kilómetros para quemarlo". Carla tiene 26 años, mide 1,70 metros de estatura y sólo pesaba 33 kilogramos el día que ingresó en la Unidad de Hospitalización de Trastornos de la Conducta Alimentaria de La Fe, tras caer en la trampa que le tendió su familia el pasado mes de julio. Aunque su nombre es figurado, su historia es tan real y espeluznante como la de los 29 pacientes que han sido atendidos hasta el momento en la citada unidad, desde su puesta en marcha, en mayo de 1997. Como muchas de sus compañeras -aunque este verano había un chico joven entre ellas-, Carla ingresó en La Fe bajo mandato judicial, pues como explica el doctor Luis Rojo, responsable de la unidad, "a veces hay que tomar medidas que parecen trascender la libertad personal". Ella misma cuenta que su relación con la comida llegó a convertirse en "un suicidio a largo plazo". "La Navidad siempre me hizo feliz, pero el invierno pasado se convirtió en un horror. Buscaba cualquier lugar para vomitar; salía de casa con la excusa de comprar regalos y me iba a los baños de los centros comerciales. He llegado a vomitar sangre, pues no tenía nada que tirar", dice. En aquella ocasión, el médico que la atendió dictaminó laringitis, pero la pérdida de peso resultaba difícil de ocultar, y Carla aceptó tres ingresos previos al de La Fe, en el servicio de Psiquiatría de otro centro sanitario: "Todos los libros que leía sobre anorexia nerviosa y bulimia sólo me sirvieron para aprender más trucos", explica. Antes de subirse a la báscula, Carla bebía litros de agua para pesar más, aunque luego le dolieran los riñones durante horas. En otras ocasiones se metía pesos en los bolsillos o en la ropa interior. "Me pesaba cubierta de ropa: botas, calcetines, camiseta, suéter, aunque fuera verano", afirma, recordando una permanente sensación de frío. La falta de grasa en el organismo le provocaba hipotermia y sus 35 grados de temperatura corporal difícilmente se combatían con ropa de abrigo o con duchas de agua hirviendo. El tormento de Carla comenzó a los 19 años, cuando todavía pesaba 56 kilogramos. Asegura que entonces comía cuanto quería sin engordar, pero una amiga le advirtió de las consecuencias si no echaba el freno. "Empecé a mirar las calorías en las etiquetas, a saltarme comidas y a mentir a mis padres. Cuanto más delgada estaba, más gorda me sentía y pensaba que la ropa me apretaba, aunque me sobrase por todas partes". La visión de su cuerpo llegó a distorsionarse tanto que encendía la luz cada noche, de forma obsesiva, convencida de que se salía por los lados de la cama. De eso hace ahora siete años. En todo ese tiempo no ha menstruado ni una sola vez; no ha sudado nunca ni ha comido con normalidad. "Mi único temor era quedarme estéril", comenta, "tenía las hormonas muertas y no sentía ninguna atracción sexual por los chicos. No tener la regla me daba libertad y me impedía sentirme sucia", dice. Porque, paradójicamente, la única obsesión de Carla desde los 14 años era pasar desapercibida, no tener formas femeninas y mantenerse como una niña; jamás se negó a comer para parecerse a las modelos famosas: "Esa es una falsa imagen de la anorexia; se supone que ésto es algo asociado a la belleza, pero no queremos imitar a nadie, a veces el problema es la falta de personalidad". Cuando llegó a La Fe, Carla iba encorvada para que nadie le mirase los pechos. Sus huesos, como ella misma relata, parecían los de una anciana de 80 años. Han tenido que someterla a un tratamiento de calcio y ya ha conseguido menstruar, de forma artificial, gracias al tratamiento endocrinológico que recibe. Antes de este último ingreso, que considera "definitivo", nunca aceptó que la llamaran enferma, como les ocurre a tantas otras víctimas de la anorexia. Lo único que tenía claro es que quería morir: "Pensaba que si comía una galleta, engordaría varios kilos; entré en un círculo vicioso que me empujaba a no desayunar para poder comer, y a saltarme la comida para poder cenar. Ya me había resignado a una vida monótona, hasta que me ingresaran a los 40 años en un centro psiquiátrico". No le importa confesar que ideó mil y una formas de suicidio, aunque su esperanza era que le diera un paro cardiaco en una de sus interminables caminatas por la ciudad. "Cuando caes en el desánimo, te quedas sola, eres tú y la enfermedad; no quieres quedar con tus amigos, para no tener que merendar. No comer es un castigo que te impones porque te odias, te sientes una manzana podrida por dentro y por fuera", recuerda. Ahora sabe que esconder la comida en los bolsillos fue una absurda actitud que estuvo a punto de costarle la vida: "Ojalá estuviera ahora como entonces, aquella ropa me gustaba", se lamenta. Ha recuperado casi 20 kilogramos y ya no lo ve todo negro, aunque confiesa que la mente sabe jugar muy bien sus bazas y es la psique lo que más hay que cuidar. Advierte, para quien no lo sepa, que esta enfermedad también afecta a los varones: "Estuvo en la unidad un chico que ya no se quería a sí mismo y se sentía muy poca cosa". No es el único; en estos momentos hay otro en lista de espera para recibir tratamiento. Mientras se despide, feliz dentro de su nuevo cuerpo, afirma: "Si mi familia no me hubiera ingresado, hoy no estaría en este mundo". En estos momentos quedan seis jóvenes ingresadas en La Fe, recuperando el peso que perdieron y las ganas de vivir. Otras están en lista de espera y habrá algunas que todavía no sepan, ni siquiera, que están enfermas.

Primer paso: dieta hipocalórica

El equipo de enfermeras de la planta 11 del hospital Maternal La Fe necesitó una preparación específica para trabajar en la unidad de tratamiento de la anorexia nerviosa y la bulimia, a la que acuden principalmente chicas de 14 a 20 años. El rechazo de los pacientes a nutrirse y su fobia a cambiar de imagen hace que necesiten atención permanente y mucho tacto. "No puedes decirle a una niña qué buen aspecto tiene, porque puede entender que ha engordado" comenta una enfermera. Todas ellas han visto el caso extremo de una joven de 16 años que pesaba 23 kilogramos, o cómo temblaba otra chica cuando veía la comida. El doctor Luis Rojo, especialista en Psiquiatría, dice que no hay que centrarse en la comida, la mayor obsesión de estos enfermos, sino aplicar un tratamiento psicoterapéutico casi personalizado. Sólo cuando alguno de ellos presenta cuadros depresivos o problemas severos de ansiedad, recibe tratamiento farmacológico mientras dura su ingreso (de seis a ocho semanas). "Un ingreso breve o un alta precipitada puede provocar recaídas", explica Rojo. Un primer paso para que recuperen peso es proporcionarles una dieta hipocalórica de 700 calorías al día (una persona sana consume entre 1.500 y 2.500) para que su estómago la tolere. Ninguno de ellos ve la televisión, lo que les ahorra los anuncios de comida light, aunque Rojo, que sostiene que "no hay un único camino para llegar a la anorexia", asegura que rara vez ve una influencia palpable de la moda en los enfermos. El doctor considera necesario explicarles que comer no genera las repercusiones que ellos temen y ha fijado un sistema de privilegios (pequeños premios), en función de su recuperación nutricional. Las reuniones periódicas con los padres y las intervenciones psicológicas con los enfermos, son una constante en este motivado equipo.

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