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Tregua y elecciones

Parece que la nada en la que nos movíamos los pasados días ha encontrado su centro sólido, un punto de condensación: ETA ha declarado una tregua total e indefinida. Su corporeidad encandila y llena de esperanza a la ciudadanía -no le quepa la menor duda al gestor público-. Como aquellas figuras tan físicas de los cuatro soldados rusos a caballo que surgieron de la niebla ante Primo Levi en el campo de concentración en 1945 (¿recuerdan el arranque de la película de Rosi?), también esta tregua aparece como mensajera de la paz. Sin embargo, el dolor no había terminado y el final fue confuso para Levi en su Turín natal: la infamia había dejado su huella. En este caso, el final es incierto, y, en el mejor de los casos, lejano. La infamia, eso sí, dejará su huella (caso de que acabe). Esta tregua era previsible. La presión por ella estaba tan extendida -incluso entre los propios simpatizantes de ETA-, el cansancio ante tanta violencia era tal que, o se hacía ese gesto o la náusea se apoderaría del movimiento (desde dentro y desde fuera). El arranque no pudo ser peor: ausencia absoluta de iniciativas por parte de los demócratas (ruptura de la Mesa de Ajuria), mientras HB, con la connivencia del PNV, conducía sin escollos todo el proceso. El día 12 se firmaba la Declaración de Estella (o de Lizarra; hasta del nombre se ha hecho bandería) en la que, invirtiendo los términos de Clausewitz, se pretende ingenuamente que la paz sea una prolongación de la guerra (permítaseme por esta vez ese lenguaje bélico que uno no comparte): cambio en la territorialidad y ruptura constitucional. Por lo demás, la cosa es como de juego de niños, si la sangre vertida no lo convirtiera en tragedia: yo hago de Superman-Gerry Adams, tú de Hume; cada cual hace de, como en nuestros juegos de infancia. En ese juego mimético, se traslada literalmente cada detalle (los favorables, pues los otros se ignoran). Así, los dos Estados de Irlanda (Gran Bretaña y Eire), se transmutan en Francia y España; se habla de mediación internacional, etc. Y luego están todas esas descalificaciones: los que se "autoexcluyen", etc., impropias para una portavoz de gobierno que dice hoy echar de menos a un estadista. Siempre queda para el demócrata el pesar por la perversión que las armas de ETA han introducido en todo el proceso. Sin embargo, el MLNV, caso de que aspire a practicar el juego en el sistema, necesita algo como lo de Estella para legitimarse ante su propia base social. La Declaración de Lizarra ofrece ese cobijo argumental que necesita para consumo interno (y, por extensión, el mundo nacionalista). Sería la música en la que la letra importa menos. Estos no serían sino los prolegómenos de abril de 1993 en que se produjeron los encuentros secretos entre John Hume y Gerry Adams. Bien, ahí está eso; puede ayudar a que las cosas encajen, pero es periférico a lo que interesa a la ciudadanía. De modo, que retirémoslo del centro del escenario. El verdadero escenario en una democracia ha de estar ocupado por las elecciones. Por fin habrá unas sin la amenaza de ETA y en las que los partidos han comenzado a apuntar sus argumentos, en buena medida de orden constituyente: la Constitución se le ha quedado pequeña y vieja al lehendakari Ardanza, ¿debe pensarse en una confederación?, ¿es tiempo de utilizar el artículo 168 de la Constitución, el de las reformas esenciales?, ¿es preferible mantener el actual marco institucional reformado?). De Irlanda a Bélgica pasando por Canadá, estas cuestiones se han planteado abiertamente ante el electorado. Pues bien, los partidos debieran, por salud democrática, expresarlas de forma meridiana. Las urnas darán la representación a cada cuál para que intervenga en la administración de la tregua (muy ambigua aún), ámbito en el que, como dije, debe hacerse una política activa. El nuevo lehendakari deberá asumir el liderazgo de ese proceso, junto con el presidente del Gobierno de España. Eso es la democracia. Lo demás será electoralismo en el peor sentido del término.

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