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El ruido

El 10% de los madrileños duerme mal. El dato lo han proporcionado estos días los investigadores del sueño que montaron aquí, en Madrid, un congreso internacional sobre la materia con más de mil expertos de todo el mundo. Que una de cada 10 personas tenga problemas serios de insomnio puede parecer una cifra abultada y, sin embargo, es similar a la de otras ciudades de España o del resto de Europa, lo que en nuestro caso tiene especial mérito. Lo tiene porque Madrid es una capital muy poco respetuosa con las condiciones que proporcionan un buen dormir. Ésta es una ciudad hostil con una marcha trepidante y un tráfico endiablado capaz de estresar al más templado. Ese ritmo es causa frecuente de la temible ansiedad, uno de los factores psicológicos más lesivos con el sueño. Sin embargo, aquí no hay que estar atacado de los nervios para sufrir insomnio porque disponemos onerosamente de otro elemento no menos agresivo con los brazos de Morfeo, el ruido. Puede que no haya en el mundo occidental una ciudad tan poco respetuosa con el silencio como la capital de España. Con las calles siempre patas arriba a causa de las obras, el ruido que generan no sólo inunda el espacio urbano durante el día, sino que invade inmisericorde los territorios de la noche. El agobio por terminarlas con celeridad llega al extremo de consentir el movimiento de camiones y excavadoras con nocturnidad y de taladradores con alevosía. Al que tiene el sueño ligero y le queda la obra cerca de su ventana pueden convertirle en un muerto viviente hasta que llegue el presidente regional o el alcalde con la banda municipal para cortar la cinta.Si las obras constituyen un contaminante acústico de primera magnitud no lo es menos la circulación rodada. Tenemos un tráfico intenso y bastante caótico que suelta la mano de los conductores con la bocina. Un hábito indeseable que, en el caso de los vehículos de emergencia, alcanza ya niveles superlativos. El uso y abuso de las sirenas en ambulancias, UVI móviles, bomberos y policía llega al extremo de transmitir la sensación de que vivimos en una ciudad en permanente estado de excepción. Hubo un tiempo, cuando era concejal de Medio Ambiente la que hoy es ministra de Cultura, Esperanza Aguirre, en que se habló de rebajarle decibelios al ulular de las sirenas. Reconocían entonces públicamente que no era necesario tanto aparato sónico para abrirse camino por las calles de la ciudad, que con frecuencia se utilizaba aunque estuviera la vía expedita y que en la mayoría de las ocasiones eran suficientes las señales luminosas para advertir de su presencia. De ello se habló, en efecto, e hicieron en los medios informativos casi tanto ruido como el que trataban de conjurar. Las nueces, sin embargo, fueron pocas porque al día de hoy las sirenas mantienen incólume su nivel de estridencia y muchos ciudadanos están convencidos de que algunos las accionan hasta cuando van a comprar el bocadillo.

No sería justo de todas formas atribuir a las emergencias tanto mérito en la contaminación sónica que produce el tráfico rodado en Madrid, sin citar otros elementos notables. Los camiones de la basura siguen haciendo un ruido atroz y a los autobuses de la EMT les chirrían los frenos como si padecieran el síndrome de abstinencia por la falta de tres en uno. Aquí, además, cualquier macarra se puede permitir el lujo de recorrer la ciudad con su moto ratonera a escape libre a las tres de la madrugada sin que nadie le regañe.

Capítulo aparte en los atentados contra el sueño se merece la actividad nocturna de los bares de copas y locales de ocio. Esta ciudad es muy divertida los fines de semana, pero a costa del insomnio de mucha gente a la que supuestamente asiste el derecho al descanso incluso los viernes y sábados.

La incultura social del ruido tampoco es, por desgracia,exclusiva de los escenarios públicos. En el ámbito doméstico, la ausencia de una normativa mínimamente efectiva que lo regule consiente la utilización de aspiradoras, lavadoras y los taladros de bricolaje o elevar el volumen del televisor sea la hora que sea. Dormimos, o al menos lo intentamos, en la capital del decibelio. Silencio, por favor.

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