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TREGUA DE ETA

Vivir de nuevo a cara descubierta

Los 'ertzainas' esperan poder volver a residir en Euskadi y creen que el fin de las algaradas callejeras será la piedra de toque de la tregua

El día que haya paz en Euskadi, los ertzainas más veteranos aprovecharán las largas noches de guardia para contarle a los más jóvenes historias de cuando ETA todavía mataba. Algunas serán terribles. La de Jon Ruiz Sagarna, por ejemplo: les contarán que una noche, en Rentería, unos encapuchados lo quemaron de arriba abajo con gasolina y ácido sulfúrico, el rostro y las manos, el 60% de su cuerpo joven y fuerte. Lo recordarán con respeto, con un nudo en la garganta. Jon logró sobrevivir, y lo hizo sin odio.Otras historias no serán tan terribles. Incluso para entonces -para el día tan soñado de la paz verdadera- puede que suenen cómicas, aunque aún hoy sepan a tristeza. Como el día que Aitor sorprendió a su mujer descosiéndole los galones rojos del uniforme de ertzaina. "¿Y qué haces?", le preguntó. "Tengo que lavar el pantalón", fue la respuesta que lo dejó helado, "y no querrás que lo cuelgue a secar y que los vecinos descubran a qué te dedicas".

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Ayer, con la tregua recién estrenada y la paz en el horizonte, unos cuantos policías vascos -hombres y mujeres jóvenes- confiaron a este periódico sus vivencias de las últimas horas. La mayoría lo hizo todavía bajo el pasamontañas del anonimato, pero otros, como Imanol Rodríguez, se atrevieron ya a nombre descubierto.

Imanol recordó ayer con especial emoción el 13 de julio de 1997. Hacía unas horas que ETA había secuestrado y asesinado a Miguel Ángel Blanco, y los ciudadanos de San Sebastián se habían echado a la calle para decirle a los simpatizantes de Herri Batasuna que ya estaba bien de complicidades. Imanol, junto a sus compañeros de patrulla, acudió al número 64 de la calle Urbieta para proteger -ironías del oficio- la sede central de HB. La gente se fue agolpando. Tras comprobar que la Ertzaintza impedía el acceso al primer piso, los manifestantes decidieron lanzar un mensaje a los jefes de HB, por si estaban fisgando desde detrás de las ventanas. En un gesto espontáneo, empezaron a aplaudir a los policías, a abrazarlos, a corear: "Vosotros también sois el pueblo". "Fue emocionante", recuerda Imanol, "nos arrancaron los pasamontañas, querían quitarnos el miedo y quitárselo ellos viéndonos a cara descubierta. Lo que empieza hoy [por ayer, la tregua anunciada por ETA con carácter indefinido] también tiene que ver con aquello; todo tiene que ver; la gente estaba harta y cansada, y decidió manifestarlo".

Dice Imanol que él ya nunca se pone el pasamontañas -"a no ser que corra peligro de ser alcanzado por un cóctel mólotov"-, que en su pueblo todo el mundo sabe su nombre y a qué se dedica, pero que sueña con el día que los agentes de la Ertzaintza -la policía integral del País Vasco- puedan patrullar a pie, charlar con la gente; dejar de jugar al juego imposible de intentar esconderse en un lugar donde todo el mundo se conoce.

"El miércoles por la noche", recuerda, "cuando me enteré de la noticia, me dio una gran alegría; ojalá se acabe todo esto de una vez, aunque ahora tendremos que ver si también se acaba la lucha callejera". En cuanto Imanol -le pasó a todos los ertzainas entrevistados ayer- acepta la invitación de ponerse a soñar con la paz, enseguida se acuerda de su familia: "Mi hija, y sólo tiene 10 años, me preguntó ayer si ya no iba a haber más muertos". Imanol, ertzaina de vocación, le respondió con la mejor de sus sonrisas.

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Dentro de un tiempo, cuando la paz se haga fuerte y duradera, algunos ertzainas se plantearán cambiar de piso, incluso...: "Sí, puede usted ponerlo en el reportaje, incluso muchos ertzainas volveremos a vivir en Euskadi".

Jesús, otro de los ertzainas entrevistados ayer, pone al descubierto una realidad que, si no dramática, sí les entristece día a día. "Hace algún tiempo, cuando la kale borroka (lucha callejera) se hizo insostenible, muchos de nosotros decidimos irnos de aquí. Ya que no podíamos garantizar nuestra propia seguridad, intentamos salvar a nuestras familias. Muchos compañeros de Vizcaya", explica Jesús, "se fueron a vivir a Cantabria, algunos a Castro Urdiales, donde, por lo menos, después del trabajo puedes pasear con tu hijo por el parque sin miedo. Otros, como yo, nos tuvimos que ir hasta del país". Jesús se compró una casa en Hendaya (Francia) y cada día tiene que recorrer unos kilómetros de más para comprar su tranquilidad.

Por todo eso -porque mucho odio hay que ver en los ojos de un vecino para cambiar de domicilio, de pueblo, de país-, Jesús sigue siendo escéptico, a pesar de reconocer que está contento con la tregua de ETA: "Lo que me han dicho los terroristas es que ya no estoy condenado a muerte, al menos por el tiempo indefinido que dure la tregua, pero eso no quiere decir que no me puedan quemar mis bienes, o los de mi familia, el negocio de mis padres, que siguen en el pueblo y que alguna vez han tenido que soportar el dedo acusador de algún vecino". "No me relajo", agrega, "en mi casa son más escépticos que yo; mi mujer, por ejemplo, es más prudente y cree que aún es muy pronto para lanzar las campanas. Y, además, no me fío de los militantes de Jarrai. No sabemos si el alto fuego es sólo de ETA o de todo el MLNV [el autodenominado Movimiento de Liberación Nacional Vasco, que agrupa a una serie de organizaciones alegales en torno a ETA]. Puede que estos vengan mañana por libre y le metan fuego a una casa o a un cajero automático".

La compañera de patrulla de Jesús tampoco termina de creérselo: "Estoy contenta, y no hay que negarlo: todos estamos alegres en la comisaría. ¡No es nada salir a trabajar sabiendo que no te van a meter un tiro en la nuca...! Pero no me fío al cien por cien. ¿Cómo me voy a fiar ya hoy de los que todavía ayer nos querían muertos? Estamos habituados a mirar por el rabillo del ojo y ahora no es fácil relajarse. Es como un jubilado cuando dice que es muy complicado acostumbrarse a no hacer nada. Tienes unos hábitos adquiridos de dejar el coche en pendiente, de mirar los bajos al montarte; y dejar de hacer eso será complicado". También ella cree que la paz se disfrutará en los detalles más insignificantes: "No te puedes imaginar lo que tenemos que hacer a veces para secar la ropa; así que para mí también la paz en Euskadi significa que podré colgar mi uniforme de ertzaina en el balcón de mi casa sin temor a que lo vean los vecinos".

El fin de semana será clave. ¿Qué pasará esta noche en la Parte Vieja de San Sebastián, en Hernani, en Rentería...? Si no pasa nada, algo estará pasando. Si de las Herriko Taberna (los bares regentados por el entorno de HB) no salen de madrugada jóvenes borrachos de alcohol y odio, cargados de piedras y botellas incendiarias; si ETA, HB, EH y Jarrai demuestran que pueden controlar a las pandillas que hasta ahora han destrozado cajeros, apaleado policías, incendiado casas...; si la noche de Bilbao y la de Oiartzun se parecen por fin a la de cualquier otro lugar civilizado; Imanol y Aitor, y Jesús y su compañera de patrulla empezarán a creer que la tregua es una larva destinada a convertirse en mariposa.

También se lo creerá Jon, el ertzaina que fue víctima de una emboscada en Rentería y que desde entonces -más de tres años hace de aquel horror- aprende a vivir cada día enseñándole a los demás que el rencor es una trampa; que se puede vivir sin odio. Jon Ruiz Sagarna fue el miércoles uno de los ertzainas -siempre lo será, aunque ya no pueda patrullar las calles- más felices de la plantilla del consejero Juan María Atutxa. "Estoy muy ilusionado", reconoce, "ya está bien de muerte y de violencia. Son demasiados años de sangría. Todavía hay que ser precavidos, porque llevamos mucho tiempo con el mismo sinvivir; siempre pendientes de lo que pasa a nuestro alrededor, controlando todo con el rabillo del ojo".

Sólo un año después de que lo quemaran vivo, de que le borraran el rostro, le calcinaran las piernas, el torso y las manos, después de someterse a mil operaciones y de aguantar el dolor infinito de las quemaduras, Jon Ruiz Sagarna consiguió dominar sus manos y hasta construir cestos de mimbre para su hijo en el hospital de Cruces. Jon ya cumplió. Ahora sólo espera que otros -con las manos intactas y mejores mimbres- sean capaces de construir la paz.

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